CRÓNICAS EXCLUSIVAS DE LOS ANDES

DE PASEO A LA MUERTE

HISTORIAS DE TUMBAS Y CEMENTERIOS DE MENDOZA

Luciana Sabina

INTRODUCCIÓN

A lo largo de estas páginas desgloso historias ocultas entre el frío mármol y el olvido sepulcral de los cementerios. La mixtura de épocas y costumbres presentes en estos lugares son un verdadero desafío para cualquier historiador.

Cada lápida invita a rastrear personajes que marcaron nuestro entorno y hoy yacen en los márgenes de la vida. En los camposantos se agolpan nombres propios con el ímpetu que nutre las páginas de la historia mendocina. Trato aquí de describir sus luchas, victorias y derrotas. No son desconocidos, sus apellidos recorren nuestras calles.

Placa de uno de los nichos, arrancada.
Codicia por el bronce.
La placa de uno de los nichos, arrancada.
Gentileza

Aunque el silencio se impone con la muerte como barrera insalvable, se trató de seres con aspiraciones, hombres y mujeres que amaron, odiaron, sufrieron, erraron y soñaron. Observarlos, dar luz a sus existencias pretéritas sirve para colocarnos en la piel del momento y lograr comprenderlos dentro de sus realidades temporales.

La aventura comienza en una visita casual al Cementerio de la Capital, a partir de la cual una serie de interrogantes despiertan en mí. La fastuosidad del sector histórico nos habla de una visualización mayor de la muerte, marcando una diferencia con la actualidad.

Durante el segundo capítulo comiendo una búsqueda. El deseo de encontrar la tumba de patricia Genoveva Villanueva me invade y desde ese momento la historia es marcada por el ritmo de sus pasos. Genoveva fue una mendocina nacida a principios del siglo XIX, perteneciendo a una clase privilegiada no dejo de preocuparse por sus contemporáneos desafortunados y llegó a fundar la Sociedad de Beneficencia en la zona. Además, tras estudiar homeopatía en Chile, atendió los dolores de miles sin recursos.

Desde entonces la investigación me lleva por diversos senderos. Recorro algunos templos de la ciudad y sus alrededores, buscando el citado sepulcro. Esto me permite ir desmenuzando interesantes y extintas vidas. Entre ellas destacaría a Merceditas de San Martín, cuyos restos descansan en la Basílica de San Francisco, junto a parte de la familia patria. No podría dejar de lado a Tomás Godoy Cruz, quien yace a escasos metros de la plaza departamental homónima.

Una famosa plaza es testigo de mis indagaciones, el lugar supo ser el centro de nuestra capital y el hogar de diversos fantasmas según las leyendas populares. ¿Qué sucedía allí? ¿Qué dio origen a tales suposiciones? Son temáticas que intento develar a medida que avanza el recorrido textual.

Presa de un entusiasmo en crecimiento visito el Cementerio de Godoy Cruz, allí nuevos personajes se entremezclan con la historia del terreno: fue el espacio físico donde se produjo la famosa Batalla del Pilar y se dio muerte a Narciso Laprida.

Parece que cada espacio tiene algo que contar y que el eco de otros tiempos se percibe mejor entre el silencio de las lápidas. La muerte no acaba con todo, solo lo limita.

Capítulo 1:

Historias y secretos del cementerio de Capital

Cada lápida cuenta una historia. En las fauces de la tierra se desvanecen sueños, frustraciones, años de existencia; hombres y mujeres que alguna vez hicieron suyo el mundo. Allí, donde el silencio es ley y el olvido amenaza, lo efímero se concreta de manera incómoda para quienes recorremos los caminos sacramentales.

Llegando al 1100 de la calle San Martín, rodeado por murallas amarillas, descansa gran parte de nuestro pasado. Las almas que alberga el Cementerio Municipal de la Ciudad de Mendoza son muchas.

No podemos ver a quienes hace tiempo dejaron de existir. Pero no es difícil imaginar que, ataviados con sus trajes de antaño, recorren el espacio que la eternidad reservó para ellos.

Por las noches, cuando la ciudad calla, algunos creen percibir silbidos, gritos y llantos. Aterradores todos, pues parecen partir de las entrañas del camposanto. Otros, no escuchamos nada similar. Pero nos acercamos para buscar respuestas, deseando recrear vidas y costumbres. Fragmentos de aquel rompecabezas al que denominamos “historia”.

Antes del cementerio

Aún no dan las 15 y nos aventuramos en el interior de la necrópolis capitalina. Aunque hoy resulte increíble, antiguamente los mendocinos no eran sepultados en espacios separados, sino en iglesias, hospitales o conventos. Semejante costumbre no tardó en volver inhabitables esos lugares. Pensemos que por entonces ir a misa significaba exponerse permanentemente al olor de cuerpos en descomposición o a diversas enfermedades, pues las tumbas solían ser poco profundas. Un escalofrío nos recorre de solo evocar la experiencia.

Mientras atravesamos tumbas y panteones, tratando de no perder detalles, las diferencias sociales se vuelven patentes. El poder adquisitivo que tuvieron algunos salta a la vista a través de fastuosos mausoleos. En ocasiones nos hallamos ante verdaderas obras de arte que contrastan con la humildad de otras tumbas. Dicha situación nos resulta injusta, pero antiguamente marcar esas diferencias resultaba primordial.

Como señalamos los difuntos ocupaban espacio en los templos eclesiásticos. Allí, los de mayor jerarquía eran sepultados junto al altar. Los pobres terminaban acopiados en patios o directamente eran destinados a espacios rurales junto a esclavos y aborígenes. Para el mendocino promedio, la mayor aspiración se encontraba en terminar cerca de la pila bautismal.

La tradición quedó amenazada cuando en 1828 se decidió la construcción del cementerio. Inmediatamente la Iglesia Católica se opuso. No es de extrañar: significaba una gran amenaza para su poder y sus ingresos. Hasta entonces todo estaba en manos cristianas y cada entierro era bastante caro. Los religiosos vendían el espacio y los hábitos con que se vestía al difunto. Estos intereses encontrados frenaron la construcción del espacio lúgubre durante algunos años. Recién se concretó en 1846, casi dos décadas más tarde.

Si bien hoy se encuentra repleto, para que la gente comenzara a utilizarlo se prohibieron los enterramientos intramuros. Además, fue establecido el trato igualitario. Pero dichos cambios tardaron en cumplirse. Se siguió inhumando en iglesias y cuando no, se utilizaron placas para clasificar las tumbas entre “distinguidos”, “plana mayor” -es decir, los militares- y “vulgo”. Rasgos propios de una humanidad arrogante, incapaz de entender la naturaleza igualitaria de la muerte.

Terremotos, perros y epidemias

Seguimos adelante. En el sector histórico, un mausoleo roba toda nuestra atención. Se encuentra asombrosamente de pie, a pesar de su corroído estado. Al acercamos descubrimos que pertenece a la Familia Palma, víctima del destructivo sismo que en 1861 casi hizo desaparecer Mendoza. Para nuestra sorpresa se trata de uno de los sepulcros más antiguos, ya que aquella catástrofe también derribó el cementerio.

La historia de ese episodio es verdaderamente dantesca. Entre el caos y la desesperación ocasionados por el terremoto, cientos de perros atacaron las tumbas abiertas. Ante la mirada atónita de los transeúntes, los animales arrastraron cadáveres hacia la calle para alimentarse salvajemente. En la búsqueda de evitarlo se colocaron “corrales” de metal que protegen los sepulcros. Actualmente se los puede ver en la zona más antigua del camposanto.

En ese momento, la situación fue alarmante. A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX -y parte del XX- nuestra provincia no controló de modo efectivo la reproducción canina. Los animales conformaron verdaderas jaurías que recorrían los caminos cuyanos atentando contra vivos y muertos.

De vuelta a 1861, el desorden se mantuvo a lo largo de dos décadas. Naturalmente, con una ciudad en ruinas, la “mansión de los muertos” no fue prioridad. En ese lapso se perdió la ubicación de numerosas tumbas, entre ellas la del mítico Félix Aldao. Gracias a los hermanos Ariel y Fabián Sevilla -destacados historiadores mendocinos- tenemos una ubicación aproximada de sus restos. Se estima que estaría cerca de las de Néstor y Washington Lencinas.

Las autoridades volvieron a posar sus ojos en la zona recién en 1883. Entonces, una ordenanza municipal estableció que los cajones a la vista en monumentos o panteones fuesen sellados. De lo contrario el personal del lugar los colocaría en huecos comunes o bajo tierra. Médicos del Hospital Municipal realizaron las revisiones necesarias. Recorrieron durante meses los quietos senderos, zigzagueando entre lápidas con presteza.

También Luis Carlos Lagomaggiore visitó el lugar. Meses más tarde, cuando fue elegido intendente de la Capital mendocina no dejó de preocuparse por realizar mejoras. Lamentablemente su labor se vio opacada por la epidemia de cólera más apocalíptica que sufrió la región. La muerte llegó a Buenos Aires en 1886 de la mano de un inmigrante italiano. Inmediatamente el gobernador Rufino Ortega ordenó cerrar la frontera de Mendoza y desde la presidencia -a cargo de Julio Argentino Roca- se le obligó a levantar la restricción. Así, el cólera hizo estragos en nuestra provincia.

Mausoleo de la familia Palma
La más antigua.
Mausoleo de la familia Palma, que murió en el terremoto.
Orlando Pelichotti/ Los Andes

Fue entonces que la poco oportuna muerte se apoderó de nuestras calles. Por temor al contagio algunos vecinos solicitaron que los carros del cementerio no estacionaran cerca de sus hogares. Muchas víctimas de la enfermedad terminaron en improvisadas fosas comunes. Los empleados municipales se negaron a realizar enterramientos. Entonces se obligó a los internos de la Penitenciaria a llevarlos a cabo. Como era de esperar, muchos se contagiaron.

Por entonces el principal problema era que Mendoza carecía aún de un sistema de agua corriente. La población se abastecía de ríos y canales, que también utilizaban para tirar despojos. Se cree que fallecieron cerca de 4.000 personas de una población reducida 20 años atrás por el terremoto, lo cual representó un número significativo.

Curiosidades

Hoy, quienes se acercan al cementerio suelen preguntarse por qué pertenece a la Capital, aunque geográficamente se encuentra en Las Heras. La respuesta es bastante sencilla: antiguamente la Ciudad de Mendoza incluía esa zona, pero con la reorganización de límites pasó a ser parte del departamento vecino. Fuera de lo esperable, la urbe no renunció a sus muertos y jurídicamente aún le conciernen.

Retomando el hilo de nuestra aventura, pasadas un par de horas deseamos ya regresar a la bulliciosa ciudad. Pasamos entonces por el Panteón Policial. Su dimensión intimida: se trata sin dudas del más generoso de todos, probablemente porque durante mucho tiempo el cementerio dependió de la Policía.

Estamos a punto de abandonar el lugar, cuando la llegada de un nuevo huésped nos impacta. Por momentos el llanto de los suyos se mezcla con el eco gutural de las palomas que, impávidas, anidan entre nichos vacantes. Pensamos en la primera vez que ese triste ritual tuvo lugar. Aquel 1° de agosto de 1846, cuando los padres del pequeño Juan Moisés Gómez (de cuatro meses) lo sepultaron.

Dan casi las 18. Nuestra visita no puede prolongarse más. Las puertas del cementerio están por cerrar y con ellas sus secretos. Nos alejamos pero pensamos en regresar. Aún queda mucho por descubrir allí, donde el silencio es ley y el olvido amenaza.

Capítulo 2:

Una tumba perdida y los sepulcros más imponentes

Mi investigación comenzó hace algunos meses. Escudriñaba libros antiguos cuando ante mí se mostró Genoveva Villanueva, fallecida en 1887. No lo hizo de manera directa, debo aclarar. Llegó a través de Conrado Céspedes, quien escribió sobre ella volviéndola casi tangible. Céspedes fue un abogado e historiador mendocino que vivió entre fines del siglo XIX y principios del XX. Su estudio estaba ubicado en la calle Gutiérrez al 491 de nuestra ciudad y llegó a ser juez. Su pluma resulta adictiva. Francamente, aquella tarde devoré cada palabra.

La trama se desarrolló en tiempos federales, en una Mendoza sometida a los caprichos de Juan Manuel de Rosas. Era 1842 y el sanguinario Aldao gobernaba la provincia. Genoveva transitaba las calles de la ciudad a paso firme. Era una mujer bellísima, perteneciente a la élite provincial y sumamente culta. En Chile se especializó como homeópata.

Se casó siendo muy joven y pronto decidió separarse. Se dedicó desde entonces a atender dolencias ajenas. Harta del sometimiento político reinante, asistió la iglesia sin divisa punzó, esto es, la cinta roja que simbolizaba la adhesión al federalismo. El uso era obligatorio para ambos sexos.

Una vez concluida la misa, Villanueva fue apresada. Horas más tarde se la paseó sobre un burro. Con alquitrán pegaron un moño rojo a su cabellera, castigo típico a las damas unitarias. Genoveva lo arrancó y lo colocó en uno de sus pies. Lágrimas de dolor y furia recorrían aquel rostro níveo de 27 años. Tradicionalmente la humillación implicaba burlas por parte del vecindario. Pero esta vez, los mendocinos cerraron sus puertas y ventanas. No fueron cómplices del destrato.

Conrado pudo apreciarla siendo un niño. Cuenta que Doña Villanueva “casi siempre vestía el hábito franciscano. Para asistir a reuniones sólo agregaba a su toilette un chalón de seda o chales de encaje antiguos, tal como se observa en los retratos. Jamás usó sombreros ni trajes a la moda y en cuanto a las joyas, únicamente ostentaba un anillo de suma sencillez y el reloj de bolsillo”.

Desde que aquel texto llegó a mis manos busco a Genoveva. Abundan los datos sobre su paso por el mundo, pero los referentes a su camino al “más allá” son bastante austeros. Parece que nadie sabe dónde fue sepultada. Sospecho que puede estar en el cementerio de la Capital, quizás en el sector histórico. Lamentablemente los registros que conserva el lugar inician en 1910, demasiado tarde. Carente de muchas opciones decidí buscarla personalmente, y aquí estoy. Nuevamente en el camposanto capitalino, esta vez sola.

La tumba de Adolfo Calle.
Rivales. La tumba de Adolfo Calle, fundador de Los Andes, frente a la E. de Civit.
Orlando Pelichotti/Los Andes

Como siempre ingreso por los portones que dan hacia calle San Martín, antiguamente denominada Chimbas. Me confundo y camino hacia la izquierda. Algunos tramos del cementerio simulan ser una ciudad, dispuesta en dameros y con caminos señalizados. Uno de ellos me deja frente a la “Sección Británica”. Un espacio misterioso que se encuentra entre rejas y bajo llave. Aun así, pueden entreverse las lápidas. Todas ellas muy cuidadas. Aunque son bastante antiguas, no les faltan flores. Logro observar símbolos masones. Me gustaría ingresar, pero el cerrojo lo impide.

Reanudo la marcha con resignación. Pero debo decir que es muy difícil no detenerse cada tanto. Esta vez, un enorme panteón verde resulta culpable. Sobre el lindel de su puerta leo: “Víctimas ferroviarias de Alpatacal”, en alusión a una tragedia que sucedió hacia 1927, dentro de los límites de Mendoza. En total fallecieron 30 personas, 12 de las cuales eran cadetes chilenos que viajaban a Buenos Aires. Habían sido invitados por el presidente Marcelo T. de Alvear para participar en los actos patrios de julio. Sus restos fueron repatriados, los sobrevivientes continuaron y nuestros muertos terminaron aquí, hermanados para siempre por un azar funesto.

Sigo. Gracias a algunos atajos visualizo pronto la vieja nichera, una construcción del siglo XIX detrás de la cual asoma el “sector histórico”. Es conocido así porque allí se ubicó a la clase pujante de Mendoza. Aquellos elegidos, convertidos en topónimos de cada rincón provincial.

Hoy, lejos del poder pero cerca de la gloria, pocos los visitan. Ciertamente una realidad que no imaginaron, dado el esplendor de sus tumbas. Personajes políticos, empresarios de renombre y artistas tienen allí su porción de infinitud. Genoveva no puede estar muy lejos, me dijo: les pertenece.

Muchos dicen que Rito Baquero posee el sepulcro de mayor belleza en el Cementerio de Capital. Observándolo no puedo más que coincidir. Este importante empresario llegó a Mendoza en 1881, en misión diplomática desde España. Debía continuar hacia Chile pero se enamoró. Entonces, como en las mejores historias, el corazón decidió. Rito se radicó en nuestra provincia. Encontró en la vitivinicultura una nueva profesión y levantó su propia bodega. Se vinculó con compatriotas suyos y colaboró en la fundación del Hospital Español. Por aquella época, el Estado no garantizaba la salud pública. Los grupos de inmigrantes se ayudaban entre sí creando sociedades de socorros mutuos y nosocomios. Aunque Baquero murió en 1939, 20 años antes hizo traer su mausoleo pieza por pieza desde Barcelona.

Casi desapercibido, a su lado, un ángel se inclina sobre Jacinto Álvarez. Fue nada menos que gobernador de Mendoza en tres oportunidades y hermano gemelo del memorable Agustín Álvarez. Sí, el del colegio.

Después de tamaña bienvenida prosigo. No encuentro a Genoveva y la tarde avanza. Horas buscando inútilmente en fragmentos de mármol, placas y cruces oxidadas. Todo parece en vano, pero no lo es. Mi tiempo, como el de cualquiera, es el mejor regalo para los que ya no lo poseen. En cierto modo, eso hacemos los historiadores al rescatarlos del olvido.

Mientras pienso, el silencio se interrumpe. Pasos cercanos generan pavor entre las palomas que huyen haciendo gala de su pesado aleteo característico. Ya no estoy sola. Un vigilante asoma. Me observa de manera sospechosa, como todo guardián que se precie de serlo, pero luego saluda y sigue.

Aunque aquel rostro me resulta familiar, se trata de un completo extraño. Sin embargo, lápida a lápida encuentro a conocidos. La lista es larga. En el cementerio de la capital descansan Cornelio Moyano, Tiburcio Benegas, Francisco Gabriellli, Julio Quintanilla, Eusebio Blanco, Primitivo de la Reta, Manuel A. Sáez, Juan Eugenio Serú, José Vicente Zapata, Honorio Barraquero, Hilario Cuadros, Alejandro Mathus Hoyos, Frank Romero Day, Domingo Bombal y Bautista Gargantini, entre otros. Hoy se pierden en la ciudad, son parte del trajín cotidiano convertidos en calles, barrios, edificios o estadios.

Pero el catálogo funerario no se limita a personajes políticos o artísticos de relevancia. Los bodegueros tienen su porción gloriosa, siendo sus moradas póstumas las más fastuosas. Algunos visitantes que llegan de otras provincias, ajenos a nuestra historia, esbozan sonrisas al leer Escorihuela, Giol, Grosso, Arizu, Orfilia, Toso y, por supuesto, Rutini. ¿Cuántas noches embebidas en el néctar de Dionisio les deben? Muchas. Visitándolos saldan un poco el déficit.

Los Villanueva abundan. Entre ellos encuentro a Elías y Joaquín, pero ni rastros de Genoveva. Frente a la cripta de Conrado Céspedes lamento su finitud. Sin duda, él tendría la respuesta. Admito que mi búsqueda es por el momento infructuosa. Después de todo, estoy en un lugar donde aceptar resulta inevitable.

Decido marcharme. Aunque antes me detengo para contemplar a Adolfo Calle. Aquel sepulcro es distinto. Una estatua lo representa ocupando su sillón favorito, mientras sostiene con firmeza un ejemplar de diario Los Andes. Frente a él, Emilio Civit: gobernador de Mendoza y primer Ministro de Obras Públicas en Argentina. En vida ambos se detestaban. Poéticamente, la eternidad los sigue enfrentando.

Abandono el cementerio. Me prometo seguir investigando. Siento que mi búsqueda por dejar flores a Genoveva va mutando en una especie de obsesión. Sana. O eso espero.

Capítulo 3:

La plaza de los fantasmas y la tumba de Merceditas

Las últimas semanas han sido verdaderamente intensas. Sigo sin encontrar la tumba de Genoveva Villanueva, pero no dejo de buscar. Pasé horas encorvada en el Archivo Provincial, recolectando datos, fechas y nombres que puedan ayudarme. En definitiva, piezas de aquel inmenso rompecabezas llamado “historia”.

Así que regresé por más. Al revisar carpetas añosas con deleite nerd, surgen nuevos interrogantes. Son demasiados los personajes que acechan entre estas montañas de pliegos ambarinos, que parecen estar a la espera de ser rescatados del olvido. Así llego a los Carrera, tres hermanos chilenos que fueron fusilados en la actual plaza Pedro del Castillo.

A pesar de que hoy esa es una zona relativamente tranquila, antiguamente era el centro de la ciudad. Como tal, los principales edificios rodeaban el predio y la agitación era constante. Nuestro Cabildo, por ejemplo, funcionaba exactamente donde actualmente se emplaza el Museo del Área Fundacional.

Los Carrera fueron forajidos chilenos capturados en nuestra provincia. Dos de ellos murieron el 18 de abril de 1818, cuando Mendoza estaba bajo las órdenes del gobernador Toribio de Luzuriaga.

Hace poco tuve en mis manos las memorias de fray Benito Lamas, quien los confesó y consoló en el camino hacia la muerte. Según el religioso, eran las seis de la tarde cuando la primera descarga estremeció todo y más de uno se persignó en los alrededores. El mayor de los reos sucumbió de inmediato, mientras que su hermano tuvo que ser rematado torpemente durante largos minutos.

Tres años más tarde, un tercer hermano Carrera siguió una suerte similar. En su caso fue decapitado, y un desfile de tropas acompañó el martirio. Además, durante semanas la cabeza del desgraciado colgó, putrefacta, en uno de los extremos del Cabildo.

No fueron las únicas muertes que sucedieron allí. Prácticamente todas las ejecuciones de Mendoza se llevaron a cabo en el lugar, porque era donde estaba el paredón de fusilamientos. A muchos esto los puede estremecer, pero la realidad macabra no termina allí. En las cercanías de esa plaza se erigían cuatro iglesias: San Francisco –cuyas ruinas se conservan-, San Agustín, Santo Domingo y La Merced. Todas estaban repletas de sepulcros que, luego del terremoto de 1861, terminaron bajo los escombros y jamás fueron trasladados.

San Vicente Ferrer.
San Vicente Ferrer. Allí está la tumba de Tomás Godoy Cruz.
Gustavo Rogé/Los Andes

Consecuentemente, durante años las historias fantasmales fueron muy populares y la mayoría de las historias se ambientaban en esta zona. Uno de estos relatos llamó especialmente mi atención. Pude conocerlo gracias a un artículo de Los Andes que data de 1885: “Hace algunas noches –apunta, el viejo pero conservado ejemplar– pasaban varios individuos cerca de las ruinas del Convento de San Francisco. Eran como las doce de la noche y recién empezaba a salir la luna, que derramaba una luz débil, insuficiente para disipar las tinieblas”. Tras escuchar lo que parecían ser lamentos, los hombres guardaron silencio al unísono. Uno tomó audazmente la delantera y entre “las informes ruinas –continúa el texto–, vio de pie a un fantasma, al parecer vestido con el hábito de San Francisco, que miraba hacia el lado donde se encontraba parado el grupo”. Lejos de escapar, como hubiese hecho cualquiera, el grupo ingresó a las ruinas con antorchas. Según sus declaraciones, localizaron al supuesto espectro. Estaban a punto de alcanzarlo cuando dio un “quejido lastimero” y se esfumó.

Debo confesar que tras conocer estos detalles el Área Fundacional me genera un respeto especial y prefiero transitarla de día. Sin embargo, que en sus entrañas descanse más de un cristiano no debería inquietar a nadie. Después de todo, en Mendoza hay tumbas por doquier.

Sin ir más lejos, desde 1951 los restos de la hija de San Martín, su yerno y una de sus nietas descansan en la Basílica de San Francisco.

El templo citadino, con una de las fachadas más icónicas de la región, data de 1875. Más allá de su valor religioso constituye un Monumento Nacional, pues resguarda la imagen de la Virgen del Carmen de Cuyo -Patrona y Generala del Ejército de los Andes- y el Bastón de Mando del mismísimo General San Martín.

Las tumbas a las que hago referencias tienen más de sesenta años allí y sus ocupantes viajaron desde Francia por pedido del gobierno mendocino. Llegaron al puerto de Buenos Aires, que los recibió en diciembre de 1951. Surtos los buques entre las dársenas, hicieron oír sus sirenas a modo de homenaje y simultáneamente una escuadrilla de cazas de la Fuerza Aérea Nacional sobrevoló la zona. Juan Domingo Perón, con su sonrisa característica, salió al encuentro, saludó los restos y desplegó un emotivo acto. Horas más tarde Alejandro Mathus Hoyos, por entonces senador nacional, encabezó la nutrida delegación que los trasladó en tren hasta nuestros pagos.

Llegaron un jueves a la mañana y ese mismo día el pueblo marchó tras las urnas cinerarias. Con solemnidad fueron depositados en el santuario. “La Mendocina” –como solía llamar San Martín a su hija–, regresó finalmente a la tierra que la vio nacer y, desde entonces, Mendoza la cuida por él.

Pero, como señalé, estos no son los únicos enterramientos citadinos. Relativamente a pocos kilómetros se encuentra la iglesia San Vicente Ferrer, frente a la plaza principal de Godoy Cruz, donde se puede visitar la tumba de Tomás Godoy Cruz. Algunos creen que también alberga a Luz Sosa, su esposa. No hay certezas al respecto, aunque sí se puede certificar que la historia entre ambos fue poco agradable.

Durante años, don Tomás vivió en Buenos Aires y amó con locura a Victoria Ituarte, una sobrina de Pueyrredón. Ella no lo soportaba y se encerraba bajo siete llaves cada vez que el mendocino la visitaba.

Aunque suene cruel, no dejo de celebrar que lo hiciera. ¿Por qué? Bueno, Ituarte desposó a otro de sus numerosos pretendientes y terminó siendo bisabuela de las hermanas Victoria y Silvina Ocampo. ¡De cuantas memorables páginas hubiese privado Godoy Cruz al mundo!

El prócer tombino “tomó el rebote” con poca elegancia. Enfureció con Pueyrredón –quien no tenía nada que ver, e incluso trató de ayudarlo– y regresó a Mendoza. Aquí desposó de inmediato a Lucecita.

Como puede observarse en el único retrato que se conserva, Sosa era una mujer despampanante. De hecho fue considerada durante años la más hermosa y elegante de toda la región Cuyo, aunque también fuera la más frívola.

Tomás y Luz llevaban años juntos cuando el 15 de mayo de 1852 dieron una fiesta. Godoy Cruz sintió cierto malestar y se retiró del lugar. Minutos más tarde falleció en el cuarto que ambos compartían. Anoticiada, Luz ni se inmutó y siguió festejando. Si eso suena terrible, no es nada en comparación con lo que sucedió meses más tarde.

Perdidamente enamorada de su yerno –sí, del marido de su propia hija– lo hizo asesinar por no ser correspondida. Fue condenada a muerte pero terminó en libertad tras pagar una multa.

Volviendo al mausoleo en cuestión, fue construido en 1966 para trasladar a Godoy Cruz desde el Cementerio de la Capital. No hay muchos datos al respecto. A diferencia del de Merceditas, se encuentra en un espacio totalmente oscuro, hecho que acentúa su aspecto lúgubre.

La lista de sepulcros distribuidos por la provincia sigue. Los generales O’Brien y Espejo, por ejemplo. Uno yace en el Plumerillo y otro en el Liceo que lleva su nombre. Me gustaría seguir divagando al respecto, pero vuelvo a la realidad. El Archivo está por cerrar y aún queda mucho por investigar.

Capítulo 4:

La necrópolis de Godoy Cruz y la familia Tomba

Han trascurrido más de dos décadas desde la última vez que visité este lugar. Tenía doce años y fui parte de la caravana lúgubre que despidió a María, mi bisabuela. Vita, como la llamábamos, era hija de inmigrantes españoles llegados a Mendoza junto al siglo XX. Mi infancia transcurrió a su lado. Entre los primeros recuerdos que atesoro están sus manitos pálidas haciendo conejitos de sombra para entretenerme. Luego vendrían muchas tardes juntas, al ritmo de sus pasos cansados.

Esa tarde de 1995 dejarla aquí, en el cementerio de Godoy Cruz, fue insoportable. Mi mente cándida buscó consuelo. Supuse que, por la noche, las almas de quienes descansan en lugar la recibieron dando una fiesta. Con los años comprendí que Vita seguía a mi lado y quizás por eso jamás regresé.

Si bien esta necrópolis fue inaugurada en 1904, muchos sepulcros poseen fechas anteriores debido a que se los trasladó desde otras latitudes. Por este motivo me acerqué con la esperanza de encontrar a Genoveva Villanueva. Lamentablemente la expectativa quedó sólo en eso. Al llegar entrevisté a José Muñoz -un verdadero conocedor del terreno- y me aseguró que la mujer no es parte de esta vecindad eterna. Luego nombró una serie de personajes que si están sepultados aquí y obviamente decidí recorrerlo de punta a punta.

Mausoleo.
Mausoleo. A pesar del estado ruinoso, la edificación de los Tomba deja entrever el espíritu loable de don Antonio. Gentileza

Histórico

Como en el de la Capital existe un sector denominado “histórico”, allí diversos nombres vinculados a Mendoza le ganan al mármol. Entre los mausoleos destaca el perteneciente a los Tomba, no podría ser de otra manera en Godoy Cruz. A pesar de su estado ruinoso deja entrever el espíritu loable de don Antonio, patriarca de la familia. Su historia siempre me fascinó. Nacido en el municipio de Valdagno -región del Veneto, Italia- en plena adolescencia se alistó a las legendarias tropas de Giuseppe Garibaldi combatiendo por la unificación italiana. No sospechaba que su estrella brillaba en un rincón de la lejana Argentina, por eso tras dejar las armas trabajó en una fábrica de Génova.

Allá por 1875, con 26 otoños se embarcó en el barco América y terminó en Buenos Aires. Nuestro país era entonces una promesa mundial, a la altura de Estados Unidos. Gobernaba Nicolás Avellaneda y el modelo agroexportador daba sus primeros pasos. Durante una década Antonio sobrevivió vendiendo comida a los empleados ferroviarios. Primero en Capital y luego en Villa Mercedes. Recién once años más tarde se instaló en Mendoza.

Con sus modestos ahorros Tomba abrió un almacén en la actual zona de Godoy Cruz. Le fue tan bien que se enriqueció y pudo desposar a una mujer de la elite. La susodicha fue Olaya Pescara Maure, cuya casa estaba exactamente frente a la de Tomba. Como Olaya había pasado la “edad de merecer” su padre aceptó con cierto alivio al italiano. Debemos tener en cuenta que, por entonces, ser una mujer soltera mayor de 25 se consideraba trágico.

La dote de Pescara incluyó el terreno donde Tomba emplazó su famosa bodega. Parecía que todo lo que tocaba se transformaba en un éxito y así fue como terminó produciendo el 60 % del vino consumido en Argentina. Además tuvo sucursales en Rosario, así como en Buenos Aires. En la bonanza no olvidó sus raíces y trajo de Italia a sus hermanos, entre ellos a Domingo.

Altruista

Pero no fue por su capacidad para hacer negocios que Antonio quedó en la historia, sino por sus actitudes generosas. Llegó a donar terrenos propios a sus empleados y los más fieles tuvieron espacio en el mausoleo. Su altruismo lo llevó a costear la construcción del “Hospital del Carmen”. El mismo estaba en obras cuando un malestar preocupó a Tomba. Jacinto Álvarez, su médico particular, lo derivó a Buenos Aires donde fue operado por el Dr. Luis Güemes. Este nieto del caudillo salteño tuvo la triste tarea de desahuciarlo. Padecía un cáncer muy avanzado, no había nada que hacer.

Con la entereza de los grandes Antonio aceptó su destino. Regresó a Mendoza para observar por última vez las montañas que lo cobijaron. La próxima cosecha se llevaría a cabo sin él, pero ya había sembrado lo suficiente. Se embarcó con la esperanza de morir en su pueblo natal pero lamentablemente falleció en altamar. Sus ojos se cerraron casi con el siglo, a finales de 1899. Dicen que murió en brazos de Olaya. Su cuerpo descansa en Italia, dónde lo abraza la patria. El mausoleo de aquí perteneció a sus hermanos y descendientes. Llamativamente hoy sólo contiene las cenizas de algunos empleados de la bodega, los Tomba fueron retirados.

Hace años, luego de conocer esta historia me pregunté ¿qué tiene que ver con el club de fútbol? Bueno, si bien “el Tomba” se fundó en 1921 su antecedente inmediato fue un equipo de empleados de la bodega. El mismo estaba esponsoreado por el mismísimo Antonio. Inspeccionando un poco encuentro la tumba de Feliciano Gambarte, pieza fundamental de la institución. Ya que fue el primer entrenador del equipo y eligió los colores de su camiseta.

Pero no sólo el deporte tiene lugar, son muchos los vecinos ilustres que encuentro. Entre ellos destacan Delia Larrive Escudero -primera reina vendimial- y Josef Fuchs. Este último, además de darle nombre al barrio, tuvo relevancia nacional al descubrir petróleo en Comodoro Rivadavia. No lo hizo solo, Humberto Beghin –si, el de Carrodilla- fue su principal colaborador.

En definitiva, aquí se respira historia y me encanta. Pocos lo saben pero este espacio inspiró algunas páginas de Domingo Faustino Sarmiento y otras de Jorge Luis Borges. Antes de que existiese el cementerio y el barrio Batalla del Pilar, la zona fue escenario del enfrentamiento que le dio nombre. El 22 de septiembre de 1829 federales y unitarios se despedazaron mutuamente aquí. Sarmiento era prácticamente un adolescente y se salvó de la muerte milagrosamente. Busco en mi celular los fragmentos que escribió al respecto, están desperdigados por internet y pertenecen a su libro sobre el padre Aldao. No puedo resistirme a leerlo una vez más:

“Yo salí del campo del Pilar –explicó- después de haber visto morir a mi lado al ayudante Estrella (…) Salí por entre los enemigos, por una serie de peripecias y de escenas singulares, entrando en espacios de calle en que nosotros éramos los vencedores, para pasar a otro en que íbamos prisioneros (…) Más allá, los hermanos Rosas, de partidos contrarios, se disputaban un caballo; adelante me junté con Joaquín Villanueva, que fue luego lanceado, reuniéndome con José María, su hermano, que fue degollado tres días después, y todos estos cambios de situación se hacían al andar del caballo, porque el vértigo de vencedores y vencidos que ocupábamos en grupo de media legua en una calle, apartaba la idea de salvarse por la fuga”.

La emoción me embarga. Quizás, sin sospecharlo, en este momento recorro espacios que atravesó el sanjuanino en su huida. Abandono el cementerio con un nuevo objetivo. A seis cuadras una pequeña plaza me da la bienvenida. Aquí un mural y una estatua recuerdan a Francisco Narciso Laprida, famoso por dirigir el Congreso de Tucumán cuando se declaró nuestra Independencia. Luego de aquella gloriosa participación gobernó San Juan y abrazó la causa unitaria. Durante la Batalla del Pilar fue alcanzado por los federales y ejecutado, supuestamente, en este mismo lugar.

Sobre la muerte existen dos versiones. Según el primer relato, Laprida fue enterrado hasta el cuello y un tropel de caballos pasó sobre su cabeza. La otra versión señala que terminó sus días rodeado y herido con una lanza por la espalda. Al caer, todos se echaron sobre él, degollándolo y descuartizándolo como pirañas. En “Poema conjetural”, de Borges rescata esta última tradición, mucho más afín a su estilo literario.

La tarde amenaza con terminar, al igual que mi aventura. Me despido de Godoy Cruz algo más sabia y con pocas ganas de irme. El tiempo pasa volando cuando se lo emplea bien.Historiadora y social media manager. Desde 2013 colabora en Los Andes. En 2016 publicó el libro “Héroes y Villanos”, sobre historia argentina del siglo XIX. Fue parte de los proyectos multimedia “La Epopeya”, “La Revolución” y “Sarmiento”, producidos por este diario.

Capítulo 5:

Profanación en la necrópolis más importante de Mendoza.

La investigación sobre la sepultura de Genoveva Villanueva tendrá que concluir por ahora: debo reconocer que no pude encontrarla. Claro que seguiré buscándola, pero prefiero dejar descansar el caso. Alejarse y mirar desde otra perspectiva suele ser beneficioso e incluso inspirador. Me es imposible considerar un fracaso a esta parcial aventura pues, aunque no logré dar con la tumba, fueron muchas las historias que descubrí a lo largo de estas semanas.

La más cruda de todas, sin duda alguna, constituyó una constante macabra que tuvo lugar durante décadas en el cementerio sanrafaelino de Villa 25 de Mayo. Debido a su cercanía con el río Diamante y el arroyo Salado, este espacio se inundó numerosas veces. Históricamente el agua arrasó con las tumbas más endebles, llevando consigo gran cantidad de ataúdes. El vecindario se acostumbró a observar féretros arrastrados con irreverencia por la naturaleza. Juan Pi, talentoso fotógrafo suizo-mendocino, incluso retrató en varias ocasiones esta especie de tradición tétrica. Pero el terror no acababa ahí. Los cadáveres también se esparcían, y eran rescatados y reubicados desordenadamente, muchas veces, dejando a la vista algunas partes de los cuerpos. Con una infraestructura adecuada la situación fue corregida y esto dejó de ocurrir.

Alfredo R. Bufano, estrella del firmamento literario cuyano, se encuentra allí. Alguna vez el poeta definió a la soledad como “una urgencia de nuestra época”. No hay manera más certera de explicar el abandono del cementerio, sumergido ahora en indiferencia estatal. Sobre don Alfredo no existen enigmas: su nombre suena con la calidez de todo aquello que nos transporta a la infancia. Muchos lo leímos en la escuela, cuando las docentes daban a conocer su obra con orgullo, invitándonos a soñar despiertos. A pesar de estar tan presente, pocos saben que Gabriel Julio Fernández-Capello -más conocido como Vicentico- se llama en realidad Gabriel Julio Bufano y es su nieto. Aunque esa es ya otra historia.

Probablemente suene extraño pero no puedo pasar página sin volver al lugar donde todo comenzó. Por eso regreso al Cementerio de la Capital. Para muchos padezco cierta obsesión fúnebre, pero nada más lejano. Serpenteando por entre estas tumbas llego al pasado, algo demasiado tentador para mí. No lo digo de un modo místico: las lápidas están llenas de información. Hablan de los muertos, pero también de los vivos: son innumerables las placas, floreros o relieves de bronce faltantes. Basta con atravesar los espacios menos visibles para indignarse. Estos sacrilegios mezquinos constituyen bofetadas al honor y remiten a quienes habitan los peldaños más miserables de la escala humana.

En fin, esta vez busco visitar el sepulcro de Manuel A. Sáez. Antes de ser el nombre de varias calles de Mendoza, él fue un prolífero abogado y periodista, con una corta pero apasionante vida. Nació el 1 de noviembre de 1834 en la actual calle Ituizangó de Mendoza. Su madre no soportó las consecuencias del parto y falleció poco después. Manuelito fue criado por una esclava, con todas las comodidades de un niño patricio.

Perteneció a una familia de gran relevancia política. Su abuelo y tío paternos fueron parte del Cabildo mendocino que en 1810 adhirió a la Revolución. Por otra parte, una de sus abuelas fue hermana mayor del puntano Justo Daract, famoso gobernador de la vecina provincia.

Con sólo 10 años el futuro letrado estaba en Valparaíso, internado en un colegio inglés. Allí, lejos de nana Sixta –aquella sierva que hizo de madre– conoció la muerte de su padre. Huérfano y adinerado, el adolescente viajó hacia Alemania. Realizó estudios de abogacía en diversas universidades germanas y aprendió cuatro idiomas. Su inteligencia hizo que destacara al punto de ser felicitado por el rey Federico Guillermo IV de Prusia. Un espíritu aventurero lo guio hasta tierras lejanas, tan disimiles entre sí como Egipto y Estados Unidos.

Hacia 1856 decidió regresar a Chile, allí contrajo nupcias con Luisa Torres. Luego de dos vástagos, varias discusiones y trasladarse a Mendoza, se divorciaron. Manuel obtuvo la nulidad del matrimonio de manos del obispo cuyano, algo que le ganó el repudio social, obligándolo a abandonar nuestra provincia. Según sus descendientes se casó en tres oportunidades y tuvo ocho hijos. Su última esposa fue la hija de un cacique.

Sáez se desempeñó como periodista, legislador y juez en las tres provincias cuyanas. Además, desarrolló un enorme trabajo intelectual. En 1878 Domingo Faustino Sarmiento lo convocó para que fuese parte del Partido Autonomista Nacional, pero a través de una extensa carta se negó. Para entonces, Sáez estaba muy decepcionado de la política y la Justicia. Radicado definitivamente en una estancia de Las Heras, dedicó sus últimos años a escribir y traducir. Tenía la biblioteca más inmensa de la provincia: Edmundo Correas calculó que llegó a poseer 20.000 ejemplares. Muchos de esos libros terminaron en manos de los Civit. Su muerte se produjo el 13 de octubre 1887 y fue informada horas más tarde por diario Los Andes.

Todos estos relatos son parte de una interesante biografía que Cristina Seghesso de López dedicó al mendocino. El frente del texto muestra una foto de la histórica efigie de Saéz, que se encuentra hace más de un siglo emplazada sobre su tumba. Es la que aparece en numerosas publicaciones sobre el cementerio.

Me interesa corroborar algunos detalles, pero al llegar descubro con espanto que no está. En su lugar se alza un enorme jarrón con flores artificiales, toda una declaración de mal gusto. Notoriamente el elemento pertenece a otra sepultura y parece estar allí para llenar algún vacío. Nada indica el paradero de la pesada estatua de bronce. Es inevitable sentir rabia. Aun así confío en que las autoridades del lugar sabrán explicar esta preocupante ausencia. Después de todo, tienen la obligación de hacerlo.

Placa de uno de los nichos, arrancada.
Codicia por el bronce.
La placa de uno de los nichos, arrancada.
Gentileza

Decido seguir. No hay nada más que hacer. Esta vez observo aspectos del cementerio que antes había pasado por alto. Su deterioro es notable y recorrer algunos tramos deja a cualquiera sin aliento. Mientras camino reflexiono sobre este doloroso abandono. Antiguamente estos lugares eran visitados por la mayoría al menos una vez al año, el día 2 de noviembre, para celebrar el día de los muertos. Mendoza no era la excepción. Los homenajes se sucedían y se adornaba todo con guirnaldas. Esta tradición obligaba a mantener en condiciones los camposantos. Hoy parecen ser un estorbo. De hecho muchos proyectos se presentaron para levantarlos, pero eso es imposible. Las primeras legislaciones otorgaron perpetuidad a las tumbas y por ello son inamovibles.

Cuando arribo al final del tramo histórico de este cementerio me detengo para observar los portones que dan hacia la calle San Martín. Aunque hoy se encuentran clausurados constituyeron durante décadas la entrada principal. Por eso en 1884 Sarmiento ingresó por allí.

Al sanjuanino, del que soy gran admiradora, le agradaba visitar estos espacios. Durante su estadía en Francia, por ejemplo, no sólo fue a necrópolis y catacumbas, también a la faraónica morada póstuma de Napoleón Bonaparte. Me pregunté muchas veces qué lo movía a hacerlo hasta que encontré un artículo donde él mismo lo explica: “Cada existencia es un drama, y no habría novela tan tierna ni tragedia tan pavorosa, como la que encierra bajo sus tapas de mármol, cada uno de estos sepulcros. Cada uno de los que lo visitan sigue en ellos el hilo de su propia vida…”.

Repito mentalmente esas palabras, grabadas a fuego en mí, mientras me alejo para perderme en la bulliciosa ciudad de Mendoza.

Sobre la autora:

LUCIANA SABINA.

Luciana Sabina es historiadora y social media manager. Desde 2013 colabora en Los Andes. En 2016 publicó el libro “Héroes y Villanos”, sobre historia argentina del siglo XIX. Fue parte de los proyectos multimedia “La Epopeya”, “La Revolución” y “Sarmiento”, producidos por este diario.