CRÓNICAS EXCLUSIVAS DE LOS ANDES

ACONCAGUA

MISTERIOS Y SECRETOS EN LA MONTAÑA

Nicolás García

1
La momia

En los primeros días de 1985 un grupo de mendocinos comenzó a remontar el valle de Horcones, principal vía de acceso al cerro Aconcagua. Cinco jóvenes empezando una aventura, enfundados en vistosas camperas de los ochenta y con un desafío por delante: alcanzar la cumbre más alta del continente, por una ruta intransitada. No podían saber que en lugar de una escalada épica, estaban por desencadenar la serie de eventos afortunados que rodeó al principal hallazgo arqueológico de Mendoza.

La historia es conocida. El grupo descubrió en un filo a 5.300m los restos de un niño momificado por congelamiento, rodeado por un significativo ajuar funerario. Tomaron la decisión colectiva de no modificar el sitio y sólo recogieron algunas muestras. De regreso a Mendoza acudieron a especialistas y en un lapso de 15 días estaban de vuelta en el filo con un equipo de arqueólogos. Con un temporal en los talones acondicionaron y trasladaron la momia y el fardo funerario a Horcones y luego a un laboratorio en la ciudad, donde replicaron las condiciones que habían preservado durante siglos el cuerpo y las prendas del niño.

Mendoza Aconcagua

Esta eficiente “intervención temprana” permitió que los estudios posteriores revelaran quién era el niño del Aconcagua: una ofrenda en forma de sacrificio humano, realizada 500 años antes por los caminantes incaicos del Cuzco -primeros exploradores de las alturas andinas-. El “mensajero hacia el más allá” que describen los arqueólogos devino un mensajero hacia nuestros días. O como lo define Antonio Salas, un genetista de la Universidad de Santiago de Compostela que está realizando estudios pioneros sobre el ADN del niño: es una asombrosa “ventana al pasado”.

Por supuesto que nada de esto rondaba las cabezas de los montañistas del 85. Alberto y Franco Pizzolón, Fernando y Juan Pablo Pierobón (dos parejas de hermanos) y Gabriel Cabrera sólo aspiraban a una ventana de buen tiempo para el intento de cumbre. A poco de andar, dejaron el valle de Horcones y se desviaron hacia la primera dificultad de la escalada, el cerro Pirámide. Hasta donde sabían, esta elevación de forma triangular -una estribación del macizo del Aconcagua- era terreno inexplorado. También era la llave de acceso a la nueva ruta que buscaban, en la arista sudoeste de la montaña. El intento era parte de una campaña de expediciones que había organizado el Club Andinista Mendoza (CAM), para celebrar medio siglo de existencia.

El grupo progresaba sobre el filo del Pirámide cuando un paredón vertical les complicó el paso. Mientras estudiaban la corta escalada, Alberto Pizzolón se distrajo mirando un manchón de pasto. Pero pasto a 5.300 m no podía ser, claro. Pensaron en restos de un cóndor. Al acercarse comprobaron que se trataba, efectivamente, de plumas semienterradas. Pero algunas eran amarillas (luego sabrían que eran de guacamayo). Y entre ellas asomaba parte de un cráneo.

A pesar de su juventud -ninguno llegaba a los 30-, de no tener elementos para ponderar el valor de lo que tenían delante y de encontrarse en un contexto extremo, los andinistas tomaron las decisiones apropiadas. Gabriel Cabrera, el mayor y líder de la expedición, había tenido de profesor al arqueólogo Roberto Bárcena (futura pieza clave en esta historia), y recordaba las advertencias que le había dado acerca de hallazgos como este.

Los mendocinos recogieron un par de las extrañas plumas y siguieron montaña arriba. Pero unos primero y otros después, desistieron del ascenso, debido al mal tiempo. Antes de volver al llano, acordaron que sólo revelarían la ubicación de la momia si este patrimonio permanecía en Mendoza, y era custodiado por especialistas locales.

En la ciudad recurrieron a Julio Ferrari, un técnico del Instituto de Arqueología y Etnografía de la UNCuyo, que también era integrante del Club Andinista. No podrían haber buscado mejor consejo. El principal investigador del Instituto, Juan Schobinger, ya era un referente en el tema. De hecho, en 1964 había participado en el rescate de la momia del cerro El Toro, en una remota cumbre sanjuanina, único antecedente en la Argentina de un caso similar. Pero era enero, y Schobinger estaba en la playa. Y era 1985: un mundo offline y sin celulares.

El tiempo corría y la adrenalina también. La temporada de ascensos terminaría en pocas semanas y luego las nevadas podrían cubrir el sitio -especulaban los andinistas- o alguien menos escrupuloso podría encontrar y saquear el enterratorio.

Hay equipo

Finalmente Ferrari logró hacer llegar un mensaje a Schobinger y a Víctor Durán, un arqueólogo más joven del mismo Instituto, que también estaba de vacaciones. El investigador “senior” tenía 56 años y el “junior” 27, pero compartían el entusiasmo. Ambos largaron todo y partieron hacia Mendoza, donde rápidamente se armó la logística de una nueva expedición, dirigida por algunos de los andinistas del hallazgo. “Yo estaba en San Luis cuando recibí la comunicación. No tenía experiencia ni equipo de montaña, pero era una oportunidad única. Busqué unos borceguíes que tenía, pedí una campera prestada y me sumé”, recuerda hoy Durán.

Debe haber sido un encuentro emocionante el de Schobinger y el niño del Aconcagua. El “padre de la arqueología de Mendoza” (como lo define Durán) y pionero de los estudios sobre santuarios de altura, al momento mismo de hallar un testimonio invaluable, en una montaña considerada sagrada por los primeros humanos que transitaron sus alturas. Algo de esta emoción se adivina en una foto del momento: el profesor se ha quitado los guantes, lentes y gorro y sonríe, mientras toma con delicadeza una estatuilla que acaban de descubrir.

El equipo comienza a remover la momia del enterratorio (Archivo Los Andes)
El equipo comienza a remover la momia del enterratorio (Archivo Los Andes)

Durante las jornadas del 27 y 28 de enero de 1985 los arqueólogos y los andinistas trabajaron en el sitio. En la terraza a 5.300m se hallaron seis estatuillas de oro, plata y de Spondylus, una concha marina muy valorada por los incas. También se rescataron las prendas y mantas que rodeaban al niño, un collar y un tocado de plumas amarillas y negras.

El descenso a pie al campamento, en mula a Horcones y en camioneta (prestada) a Mendoza fue prolijo y exitoso a pesar de una tormenta de nieve. Los “conjurados” de la momia estudiaron opciones y se decidió que la UNCuyo sería depositaria de este legado y que encabezaría los estudios científicos posteriores. Así, el ajuar de la momia quedó depositado en el Museo de la Facultad de Filosofía y Letras, y el “fardo funerario” y el cuerpo de la momia se conservaron en un freezer, que a su vez se colocó en un depósito especial, mantenido a muy baja temperatura en el Cricyt (actual CCT). Allí continúan hoy.

Schobinger, desde el Instituto de Arqueología, impulsó el proceso de estudios posteriores. El académico nacido en Suiza y nacionalizado argentino lideraba por trabajo, por conocimiento y por sus cualidades personales, según sus pares y discípulos. Autor prolífico, en 1995 publicó el libro “Aconcagua, un enterratorio incaico a 5.300 metros de altura”. El texto de prosa atractiva y rigurosa sigue siendo la mejor obra de interés general (o la única) en torno al hallazgo.

Pocos años después, en 2001, finalmente se publicó la gran compilación de estudios sobre la momia y su ajuar: “El santuario incaico del cerro Aconcagua”, que reúne a 36 autores de distintas disciplinas, entre ellos Schobinger y su colega Roberto Bárcena; aquel profesor que supo inculcarle respeto por las huellas del pasado al andinista Cabrera, y que sería luego un referente internacional en la ocupación incaica en Argentina y director del Incihusa, instituto del CCT que es depositario de la momia.

Los trabajos científicos y culturales de esta compilación permitieron traer al presente la forma en que vivió y murió el mensajero del Aconcagua, 500 años atrás. Un chico de 7 años, de gran belleza física, que probablemente haya llegado vivo a las altas regiones de la montaña. Allí, en el confín austral de la dominación incaica, un santuario marca el sitio de su sacrificio, o capacocha. Un viajero ataviado con los atributos del incario: finos textiles, adornos de conchas marinas y de oro, alimento de caminantes. Un mensajero hacia otro mundo pero también hacia los habitantes de los cuatro confines del Tawantisuyu (nombre quechua del imperio).

Preservación en frío en el Crycit (actual CCT - Archivo Los Andes)
Preservación en frío en el Crycit (actual CCT - Archivo Los Andes)

El futuro del pasado

Durante los 15 años siguientes, este patrimonio permaneció lejos de la luz pública, el niño en su freezer y el ajuar dividido entre una caja fuerte y el museo. Hasta que en 2015 ganó las portadas de las principales publicaciones científicas del mundo -Science y Nature- y también de los medios de comunicación.

Fue a raíz de un estudio inédito, practicado en tejido del pulmón de la momia. Dos genetistas de la Universidad de Santiago de Compostela (España), junto a investigadores del Equipo Argentino de Antropología Forense, lograron extraer el genoma mitocondrial completo del niño, compuesto por 37 genes transmitidos por vía materna. El trabajo determinó que el ADN provenía de “un linaje genético muy antiguo, de unos 14.000 años, y desconocido hasta la fecha” (así lo indicó Antonio Salas, uno de los autores principales, a National Geographic).

El estudio, que según Science “revela la historia genética perdida de Sudamérica”, es una impactante combinación de pasado y futuro. La toma del genoma mitocondrial sin contaminar fue posible por el buen estado de conservación del cuerpo congelado, y también por el cuidado con que se estudió y preservó la momia desde 1985. Para evitar distorsiones, se secuenció el genoma de todos los técnicos involucrados en el proceso. También realizaron chequeos cruzados en laboratorios de España y de Argentina.

Luego compararon el ADN de la momia con enormes bancos de datos, un análisis sólo posible en la época del “big data”. El genoma del niño sacrificado, descubrieron, no coincidía con poblaciones actuales de Sudamérica, y sí con ADN muy antiguo, de un individuo de la civilización peruana Wari, previa a la incaica. La interpretación es que este linaje fue común en el pasado y luego desapareció; tal vez por la gran mortandad causada por epidemias, tras la llegada de los españoles.

Tras el impacto inicial, la investigación siguió su curso. El año pasado Salas publicó un paper que pasó más desapercibido. Mediante la identificación del “cromosoma Y”, se logró precisar el origen del niño del Aconcagua: la región andina de Perú, desde donde recorrió 2.600 kilómetros para llegar al sitio de su capacocha, el cerro Aconcagua.

Este hallazgo, indica la publicación científica, avala los trabajos de los arqueólogos y antropólogos locales. Roberto Bárcena, que figura como coautor en el paper de 2018, debe estar conforme con las advertencias que les daba a sus alumnos acerca de cómo reaccionar ante un hallazgo arqueológico.

2
Los escaladores místicos

Desde que un inglés radicado en Chile le mencionara a Charles Darwin la existencia de de un gran “volcán” en la cordillera, el Aconcagua ha estado en el radar de los exploradores occidentales. Pero recién medio siglo después, en 1883, un europeo relevó las regiones altas de esta montaña (que no tiene actividad volcánica). El geólogo alemán Paul Güssfeldt y el arriero chileno Gilberto Salazar realizaron una exploración que los llevó a los 6.500 metros, una buena aventura de la que regresaron sanos y salvos. Durante muchos años, la historia los consideró los primeros exploradores del Aconcagua. Sin embargo faltaban piezas en el rompecabezas.

El primer indicio de que la historia oficial omitía algo importante lo aportaron los montañistas Thomas Kopp y Lothar Herold en 1947. Ambos eran docentes que habían emigrado de Alemania para radicarse en el norte argentino, y juntos ascendieron a la cumbre sur del Aconcagua (unos metros más baja que la principal), que se consideraba inexplorada.

Efectivamente, no hallaron vestigios de presencia humana en esta cima. Pero en la cresta que une ambas cumbres se toparon con algo inusual para esa altura. “De repente descubrimos un esqueleto -escribiría Kopp más tarde-. Era de un guanaco. Aún se veían los restos de la piel vellosa en la parte de la barriga; todo lo demás, eran huesos blanqueados por la acción del tiempo, por la intemperie. ¿Qué hacía este animal a esta altura de casi 7.000 metros? ¿Qué le había animado a subir?” (tomado de www.culturademontania.org.ar).

Este hallazgo en lo que hoy se llama “Filo del guanaco” también sorprendió a los especialistas, ya que estos animales no frecuentan cotas tan altas. Era más probable, se especuló, que hubiera llegado hasta allí conducido por una mano humana: ¿tal vez la de un caminante incaico, un pionero desconocido? (Herold, por su parte, probablemente haya sido la primera persona en pasar una noche en la cima. En 1948 subió sin compañía a la cumbre principal, pero sufrió ceguera temporaria y estuvo allí durante 13 horas, a 6.960 m. Pudo bajar para contarla, pero perdió los 10 dedos de los pies).

Todavía no sabemos cómo fue a dar el esqueleto a la cresta del Aconcagua. Pero la respuesta podría seguir allí, en el alto filo barrido por el viento, de acuerdo a una línea de investigación del arqueólogo Víctor Durán. “Los huesos podrían revelar información importante -explica-. Por supuesto que se podría tratar de un guanaco que por algún motivo trepó casi hasta la cumbre; pero qué pasa si no fuera un guanaco, sino una llama, lo que confirmaría su procedencia incaica?” En el ámbito local hay especialistas que lo pueden determinar, asegura Durán. También “se puede hacer un estudio de ADN si hay restos de colágeno”.

No son especulaciones al azar. El investigador dirige el Laboratorio de Paleoecología Humana (LPEH, de Ciencias Exactas de la UNCuyo). Este equipo fue responsable del hallazgo y rescate de dos importantes enterratorios en Las Cuevas, en el marco del estudio de los pueblos trashumantes que ocupaban la alta cordillera mendocina miles de años atrás. Durán además integró la expedición científica que rescató la momia incaica del niño del Aconcagua y su ajuar, depositados en un santuario a 5.300m.

El hallazgo de 1985 fue clave para descifrar parte de nuestro pasado y también para confirmar que los emisarios incas, los “escaladores místicos” llegados desde el Cuzco 500 años antes, “fueron los primeros en atreverse a escalar las cumbres más altas de los Andes”, como los define la arqueóloga Constanza Cerutti.

Nuevas teorías sobre la dominación incaica

En el caso del Aconcagua, los encargados de realizar la capacocha, o sacrificio ritual del niño, no alcanzaron la cumbre y realizaron el santuario de altura en la arista del cerro Pirámide, una elevación menor dentro del macizo. Un muro rocoso difícil de escalar les habría impedido continuar, según estima Durán.

El investigador es una de las contadas personas que pisó la pequeña terraza a 5.300m donde fue hallado el niño. Un sitio que tal vez ya no sea accesible o incluso puede haber desaparecido a causa de movimientos del terreno (ver aparte). Sin embargo está convencido de que la montaña aún tiene secretos que revelar. “Estudios recientes están demostrando que la presencia incaica (en Cuyo) habría durado más de lo que se pensaba”, explica. “Hay fechados de acá y de Chile que plantean una ocupación de más de 100 años. Entonces es posible que haya habido más de un ingreso a Aconcagua con fines rituales”.

Además, el arqueólogo tiene muy presente un detalle inquietante. Los andinistas que hallaron el enterratorio y luego pudieron superar el obstáculo de la pared de roca aseguran que vieron un extraño hilo rojo de lana, que desaparecía montaña arriba, y también huesos de camélido. Es una historia con final abierto: “Puede ser una hilacha de una cuerda moderna, de escalar. Esa una posibilidad fuerte, como también que ya no exista. Pero también es posible que el cordón fuera parte de una ofrenda incaica. Si es así, tiene un valor patrimonial inmenso.”

Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)
Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)

Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)
Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)

Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)
Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)

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El debate por el destino de las momias incaicas

La ruta de las momias de altura halladas en la Argentina -San Juan, Mendoza y Salta, a lo largo de la red vial incaica- se puede leer como un mapa de la controversia actual en torno a estos mensajeros del pasado. En San Juan la momia del cerro El Toro (hallada en 1964) ha dejado de ser exhibida y su futuro es incierto. Agrupaciones de pueblos originarios reclaman la restitución del cuerpo. El museo creado en torno al hallazgo permanece cerrado hace un año, pero sus responsables procuran que la momia siga en custodia de científicos. “Es muy injusto negarle a la sociedad sanjuanina el conocimiento de su propia historia”, señaló Teresa Michieli, doctora en historia y ex directora del museo, al diario Tiempo de Cuyo.

El Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) y la Universidad Nacional de San Juan (de la que depende el museo), por su parte, se alinean con la Ley nacional 25.517, de restitución de restos. La norma hace referencia a las “comunidades de pertenencia” de los restos humanos que se reclamen. Esto pone a la momia de El Toro en una zona gris, ya que se le atribuye origen incaico y no local.

El caso de Salta es la cara opuesta. El Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) exhibe en pleno centro de la capital salteña el santuario de altura hallado en el volcán Llullaillaco en 1999. Una niña, un niño y una joven de 15 años momificados por congelamiento y un importante ajuar fueron rescatados a metros de la cumbre (de 6.739m).

El museo combina conservación, puesta en valor y divulgación. De hecho, es una atracción turística de la ciudad de Salta. Allí, las momias se exhiben de a una por vez, en una sala especial que reproduce las condiciones de temperatura, luz y ambiente que las preservaron durante 500 años, en el volcán. Además de este sistema de “criopreservación” inédito en el país, la sala incluye una ambientación respetuosa y cartelería que advierte sobre lo que se va a contemplar. Tiene tanto público que el mes pasado, durante las vacaciones de invierno, el museo debió suspender las visitas guiadas, para poder recibir a los cerca de 1.500 visitantes diarios.

El MAAM fue creado y curado por el arqueólogo Christian Vitry, financiado en parte por la National Geographic Society y apoyado por el gobierno de Salta.

Una unión de voluntades que encontró una buena salida al aparente conflicto entre el estudio del pasado y el respeto a las identidades individuales y colectivas del presente.

En Mendoza la situación es diferente a las de San Juan y Salta. El caso del niño sacrificado en el Aconcagua ha generado un ‘pensamiento mágico’ difícil de encuadrar: la noción de que haber retirado la momia de su enterratorio en la montaña afecta de algún modo a nuestro mundo contemporáneo. Esta idea de que ‘no nieva porque se bajó la momia’, o en otras palabras que no existe el cambio climático que afecta tanto a Mendoza como a Groenlandia o a Paris, es muy diferente a la problemática de respeto a la identidad y patrimonio de los pueblos originarios. (Originario, por otro lado, del actual Perú, si damos crédito a los estudios arqueológicos y de ADN).

Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)
Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)

Más allá de las interpretaciones a las que todos tenemos derecho, una eventual restitución de la momia a su santuario implicaría dificultades que no sabemos si se pueden salvar. Ya a los pocos años del hallazgo, expediciones científicas intentaron acceder al filo del cerro Pirámide y no lo lograron, entre ellas la arqueóloga Constanza Cerutti en el 2000. La pequeña terraza con sus pircas puede haber sido borrada de la faz de la montaña. Y si aún existe, y si una misión restauradora puede llegar hasta allí, también pueden hacerlo los “huaqueros” o cazadores de tesoros arqueológicos.

Otra diferencia es que el niño del Aconcagua nunca estuvo exhibido en forma pública. Desde su rescate en 1985, permanece en un freezer que a su vez se encuentra en una sala acondicionada en el CCT. A pocos metros de la oficina de su principal custodio -y referente internacional en el dominio incaico en Cuyo- el arqueólogo Roberto Bárcena. Y el investigador no es muy amigo de la exposición pública de este “bien cultural”.

Tiene sus razones, que explica con cortesía a quien las pida. De índole técnica, como los procedimientos (y riesgos) que implica manipular y exponer una momia de hace 500 años; de índole social, como el reparo a exhibir un cuerpo humano; y también de índole institucional. Bárcena, que a la par de su carrera académica ha ocupado puestos de gestión, como la dirección del CCT, descree de las iniciativas que no vengan acompañadas por un aval político y un presupuesto acorde, que garanticen su continuidad en el tiempo.

Esta cautela ha logrado mantener bien preservada a la momia durante 35 años. Pero por otro lado, en todos este período han sido escasas las acciones de “transferencia” (divulgación a la sociedad) de este relevante patrimonio de nuestro pasado.

Una iniciativa que podría dar respuestas a los distintos actores es la que propone el arqueólogo Víctor Durán: crear un museo o centro de interpretación al pie del Aconcagua, en Horcones. Allí, sugiere, podría colocarse la momia, que de algún modo estaría regresando al sitio donde estuvo por cinco siglos. Pero en un contexto controlado -es decir un sistema como el del MAAM salteño- que evite la degradación y también la depredación que sufriría a la intemperie. Sería una forma de poner en valor tanto este período de nuestro pasado como la zona de alta montaña, que sumaría otro atractivo turístico y cultural.

Para eso, claro, habría que aunar voluntades, políticas y presupuestos, que garanticen la preservación del patrimonio a lo largo del tiempo.

Los atributos del caminante

Una larga travesía realizó el niño incaico del Aconcagua, desde los Andes peruanos hasta el límite austral del imperio. Un vestigio de su andar son las delicadas sandalias que calzaba. Y para otra larga travesía lo prepararon: el viaje al más allá que motivó su capacocha (sacrificio). Las estatuillas de valva marina spondylus, con sus pequeños textiles a escala y su alimento para el viaje, son el testimonio de esta ofrenda o “pago”.

El ajuar del mensajero es parte de la colección del Museo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo. La casa de estudios custodia este patrimonio con celo y profesionalismo pero sin presupuesto. Objetos de gran atractivo como la estatuilla de oro de un camélido, o la manta que vestía el niño, no pueden ser exhibidos, para priorizar la conservación y la seguridad. Por otro lado la ubicación del organismo en el subsuelo de Filosofía y Letras y sus horarios no favorecen la visita del público en general.

Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)
Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)

Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)
Serie de objetos hallados en el enterratorio (Archivo Los Andes)

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El club de las 50 cumbres

Son apenas unos metros de roca congelada, con condiciones que no llamaríamos turísticas. Temperaturas por debajo de cero, viento que castiga pero no aporta oxígeno, clima cambiante, cierto nivel de riesgo. Para la mayoría de las personas, alcanzar este sitio implica dejar la vida cotidiana y someterse a dos semanas de exposición a los elementos, en un sitio remoto. Y superar la prueba clave, “el día de cumbre”, que demanda entre 8 y 12 horas caminando por eternas pendientes a más de 6.000 m de altura.

Para la mayoría de las personas, llegar a la cima más elevada del continente es una vivencia única, un desafío que se emprende una vez en la vida. Para un puñado de mendocinos, en cambio, subir el Aconcagua es una experiencia más frecuente que su propio cumpleaños. Literalmente.

Como Lito Sánchez (o Miguel, como casi nadie lo conoce). Nació hace 62 años pero ha estado en la cumbre 72 veces y va por más. O como Ulises Corvalán, 47 años, 55 cumbres y contando. Ambos integran un reducido club de habitantes de la altura, los guías de montaña locales que han superado los 50 ascensos. Se los puede contar con los dedos de una mano (Horacio Cunietti, Andy Jones y Esteban Perinetti completan este relevamiento no oficial, que podría tener alguna omisión).

Más allá del récord, de la cantidad de cumbres acumulada, este “club de las 50” sintetiza la madurez de una profesión muy “mendocina”, la de guía de montaña. También pone en relieve el desarrollo de la actividad comercial en el Aconcagua, una verdadera industria con una generación de valor poco reconocida.

“El Aconcagua es parte de mi familia, para mi es un padre, un hermano, un amigo. En los 27 años que llevo en esta montaña, me ha dado la posibilidad de formarme, de tener trabajo, de hacer amistades y de conocer el mundo”. Lo dice Ulises Corvalán, un lujanino que pisó por primera vez el cerro en 1991, y que acaba de regresar de guiar en Rusia. Ulises ha llevado clientes al Everest, el Denali (ex McKinley, en Alaska) y demás rincones del planeta. Y lleva casi tres décadas de labor en el Aconcagua, a razón de 2 a 4 expediciones por verano. Los grandes espacios y la naturaleza salvaje del gran macizo andino vendrían a ser su oficina; pero en lugar de hastío por la rutina, el montañero transmite entusiasmo. “Tengo una sola palabra para el Aconcagua, y esa es gracias”, asegura.

La mejor parte del oficio, cuentan los guías, es el vínculo con los clientes, aquellos “no iniciados” a los que estos anfitriones llevan al mundo de la altura. En palabras de Ulises, “es gratificante compartir ese proceso. En términos de montaña, ‘los veo nacer’ y en dos semanas puedo acompañar su crecimiento, hasta que cumplen su objetivo”.

Hay un costo, claro. El guía lo llama “la consecuencia social”. “En 27 temporadas que llevo, he pasado 25 navidades y años nuevos lejos de mi casa -enumera-. De hecho, aunque suene raro planifiqué el nacimiento de mi hija para que no coincidiera con la temporada de Aconcagua, y así poder estar en sus cumpleaños. Cuando falleció mi abuela y cuando se casó mi hermano yo estaba en Aconcagua. Cuando falleció mi viejo también estaba en la montaña”.

En términos similares se expresa Lito Sánchez. Reservado para hablar de sí mismo y caminador sin fin, Lito es un referente del montañismo nacional. Fue el primer argentino en llegar a una cumbre de más de 8.000m en los Himalayas, el Cho Oyu (1993), además de diversos logros deportivos en el Aconcagua. Uno de ellos es la continuidad asombrosa: hace un par de veranos subió el Glaciar de los Polacos, una de las rutas de alta dificultad del cerro, y lo hizo guiando clientes. Su primer cumbre la había logrado 34 años antes, en 1983.

En esos 34 años el Aconcagua cambió completamente, y ambos guías fueron testigos y protagonistas de esa transformación. Las enormes laderas donde unos pocos andinistas se medían contra el cerro dieron lugar a un polo de turismo aventura, donde los servicios y la estandarización del turismo fueron acotando las incertidumbres y libertades de la aventura. Y sus riesgos.

Mientras que en el verano 1982/83 se vendieron 263 permisos de ascenso y trekking, tres temporadas después (85/86) los ingresos fueron de 639 andinistas. Para 1995-96 la cifra había subido a 2.963 permisos de ingreso al Aconcagua. Y en la temporada 2005/6 se alcanzaron los 7.290 tickets entregados, de acuerdo a las estadísticas oficiales del Parque Provincial Aconcagua. Luego la cifra bajó y recientemente retomó el crecimiento, en torno a los 7.000 ingresantes para ascenso y trekking.

En cuanto a riesgos, la temporada que finalizó en febrero de este año fue la primera en mucho tiempo en que no se registraron muertes en el Aconcagua, versus -por ejemplo- el verano del 2000, que fue el peor del cerro, con 6 personas fallecidas. Ese año se registró la caída fatal de 4 chicos, entre ellos el joven de Punta de Vacas Walter Toconás.


“El cerro pasó de ser un objetivo deportivo de élite a transformarse en algo comercial al alcance de casi cualquier persona”, explica Corvalán. “Los guías y las empresas que prestan servicios supieron adaptarse a ese cambio, y la comunidad que funciona en los campamentos base también. Pero la gestión del Parque no”, dice tajante. “Si lo comparamos con el fútbol, en el juego de subir el Aconcagua los jugadores que están en la cancha andan perfecto; la patrulla de rescate, los médicos, los guías, los guardaparques, arrieros, la gente que trabaja en las empresas. Digamos que los 11 jugadores de la Selección andan perfecto, pero la AFA es un desastre.”

Matías Sergo y la nueva escuela

Hasta hace unos años, la figura del porteador, o “porter” de Aconcagua era algo de lo más rústico que se podía encontrar. Chicos que pasaban cuatro meses a más de 4.000 metros en los campamentos base, acarreando los equipos de los montañistas que buscaban la cumbre. Habitantes del cerro tanto como los guías, pero sin las condiciones de comunicación con los visitantes. (Y sin mucho apego a las convenciones de la sociedad).

Pocos quedan de esa vieja escuela y actualmente los porteadores son, por así decirlo, una especie más refinada. Con logros deportivos propios, como el de Matías Sergo. Con 29 años, este maipucino ostenta un récord muy codiciado, el del menor tiempo en realizar la circunvalación del Aconcagua o ruta 360º. Es decir, ingresar por Punta de Vacas, ir a la cumbre y bajar por Horcones, completando así una impresionante vuelta a la montaña; en 27 horas 2 minutos. Para ponerlo en contexto, las expediciones comerciales demoran entre 14 y 17 días en realizar este trayecto.

Matías es un ejemplo de una nueva camada de porteadores, que tienen un claro enfoque deportivo. Cuentan con las ventajas de la mayor infraestructura disponible la montaña (desde Internet hasta alimentación adecuada y preparada por cocineros profesionales). Por eso Matías también se adueñó de otro logro notable: este verano fue diez veces a la cumbre y se convirtió en la persona con más ascensos en una temporada (considerando cada subida desde el campamento base, a 4.300 metros, hasta la cumbre de 6.960m).

DATOS DEL AUTOR

Sobre el autor: Nicolás García es periodista. Trabajó en Los Andes, El Cronista, Telefé, revista Panorama y ha hecho colaboraciones sobre temas de montaña en La Nación, The Observer, Ministerio de Turismo de la Nación y otros. Es autor de los libros "Montañas en alpargatas, la vida de Fernando Grajales" y "Mendoza, senderos de aventura". También aportó sus textos para el libro "Aconcagua: Fotografías" de Pablo Betancour.