CRÓNICAS EXCLUSIVAS DE LOS ANDES

Liliana Bodoc

LA MAGIA Y LA PASIÓN DE LA GRAN ESCRITORA MENDOCINA

Fernando G. Toledo

“No importan los malabares que hagamos o cuán lejos situemos nuestra historia, siempre escribimos desde lo que somos y especialmente desde lo que nos falta”
Liliana Bodoc

PRÓLOGO

En octubre de 2017 varias circunstancias me permitieron cumplir con algo que cobijaba como un secreto deseo desde hacía varios años: oficiar de presentador de un libro de Liliana Bodoc. Las diversas ocasiones que el periodismo propicia me habían permitido conocer a esta escritora más allá de sus libros, con lo cual junto a la admiración por su tarea literaria había conseguido construir también un cariño forjado por su inclaudicable amabilidad.

La oportunidad se dio en la Feria del Libro de Mendoza de 2017, y en ese octubre la suerte me acompañó, ya que tuve que hablar de Venado, un libro especialísimo en la bibliografía de Liliana. Y digo especial porque en él que se permitía, por primera vez y de manera explícita, mostrar sus textos poéticos. Al mismo tiempo, como director del Festival Internacional de Poesía de Mendoza, la invité a participar de ese encuentro en ese rol, el de poeta. Con humildad, dudó al principio, pero finalmente accedió, y en lo que fue la apertura de esa edición, nos regaló una lectura inolvidable.

Liliana posa con ediciones de sus libros Los días del Fuego y Oficina de búhos. Orlando Pelichotti | Los Andes
Liliana posa con ediciones de sus libros Los días del Fuego y Oficina de búhos. Orlando Pelichotti | Los Andes

Nunca había tenido la suerte de asistir a una presentación de Liliana Bodoc, y esa primera vez me encontró no en el público, sino a su lado. Eso me permitió verla en plenitud. La pude ver atendiendo a todo lo que yo decía y agradeciéndolo, prestándose a las preguntas del público y, sobre todo, dedicando un tiempo infinito a firmar ejemplares de sus libros y charlar todo lo que hiciera falta con sus admirados lectores. Al término de esa presentación, en el Le Parc, nos despedimos y yo me atreví a regalarle mi última novela. Le pedí que me dijera si no había estado muy mal en mi presentación y prometió luego mandarme un mensaje.

A la mañana siguiente, en mi teléfono apareció un mensaje de voz de ella que, intuí, tenía que ver con esa promesa de darme su “devolución” de las palabras que dije sobre Venado. Sin embargo, el audio despachaba rápidamente con un agradecimiento ese hecho, y dedicaba (con la amabilidad que ya mencioné) todo el resto de sus palabras a decirme cosas hermosas sobre mi libro, que por pudor me guardo. Tan comprometida se sentía que lo había leído en pocas horas para poder comentármelo antes de las 24 horas.

Esa sensación reconfortante, esa alegría, me acompañó los meses siguientes hasta que en febrero, cuando recibí (muy lejos, ya que estaba de vacaciones) la sorpresiva noticia de su muerte, mis recuerdos luminosos se tiñeron de Sombra.

Repasar en una crónica la vida y la obra de Liliana ha sido, por ello, para mí, una manera de endulzar de nuevo ese recuerdo, ese legado que dejó ella en mí (como en todos sus lectores, sus amigos, sus familiares). Ha sido una oportunidad, además, de investigar hasta el agobio su vida, tan fantástica como sus novelas. Fueron muchos días dedicados a repasar sus entrevistas, releer sus obras, entrevistar a sus allegados y bucear hasta en los mínimos detalles para contar, como si fuera un cuento pero ceñido escrupulosamente a la realidad, toda su andadura.

Por fortuna, Los Andes ha tomado la decisión de permitir que esa narración de su vida quede impresa en sus páginas (en tres entregas consecutivas, los domingos 25 de agosto y 1 y 8 de septiembre de 2019) y también en este libro digital. Espero, con esta humilde crónica, hacerle honor a una figura fundamental para las letras mendocinas. Justo es decir que una primera versión, mucho más breve, de este texto, apareció en la revista El Faro (CFI, Buenos Aires, 2018).

Fernando G. Toledo

PRIMERA PARTE
La niña que saltaba junto a la fábrica de cemento

Se levanta el polvo como se levanta, metros más allá, esa mole gigante alrededor de la que todo orbita: la cementera Minetti. Las calles que la rodean son, no obstante, casi todas de tierra. A ese barrio lo habitan los empleados de la fábrica y sus familias. Está allí, en el centro de un lugar descentrado: Panquehua, núcleo fundacional del departamento mendocino de Las Heras.

La década de 1960 va rumbo a su primera mitad. En esa parte del planeta, el paisaje tiene, al fondo de todo lo posible, unas montañas de piedra infinita llamadas “los Andes”. Delante de ellas, como un eco, se alzan las torres de la fábrica que muelen una piedra ya hecha finita, unos hornos que hacen más polvo el polvo. Y acá, más adelante aun, la estafeta postal frente a la que se detiene el colectivo de la línea 6. El paisaje es tranquilo y de rituales predecibles. Sin embargo, ahora el colectivo arranca y en la vereda de la esquina se rompe la secuencia con algo inesperado: una niña (lacios cabellos negros, revueltos por el viento, irregulares sobre la frente) salta una vez. Y salta otra vez. Y una vez más. Como en un ritual secreto pero de pronto abierto a los ojos de los que van sobre el micro, la nena lanza un hechizo extraño: “pin pancuí” dice una vez. “Pin pancuí”, dice otra vez. “Pin pancuí”, una vez más. Ya el micro que va hacia el centro de Mendoza se aleja, pero el último pasajero alcanza a ver que la pequeña concluye allí su atropellada liturgia, para seguir haciendo lo que hacía antes: caminar entre el polvo, seguir en su excursión de tierra, cactus y piedra caliza.

* * *

Esa niña comenzó de pronto con sus ritos. Sintió que el conjuro le nacía de las tripas, sin saber por qué, y debió ponerle palabras que tuvieran una música especial y que significaran algo, al menos para ella y su código privado.

La nena de ojos oscuros había nacido en Santa Fe, en el invierno de 1958, tercera hija de un químico y una ama de casa. La llamaron Liliana Chiavetta. Junto al Paraná aprendió a hablar, pero el trato con el mundo comenzó en el desierto: antes de cumplir los cinco años, ella y su familia se mudaron a Mendoza. El padre, un ateo, de formación comunista y muy reputado en su profesión, había sido contratado por la renombrada cementera que iba a proveer de cimientos también a la nena, y no sólo hechos de concreto.

* * *

El sitio al que llegó Liliana era tan áspero y seco, como fascinante. Un barrio con pocos niños, pero que cualquier niño podría pedir como un deseo. Había calles tan solitarias que daba ganas de ponerles nombres nuevos y ella, que amaba usar las palabras, le buscaba los más hermosos que podían salirle. Había también amplios terrenos baldíos, espinos, cactus, tierra y piedras, muchas piedras acumuladas por todas partes que formaban montañas que, para Liliana y sus pocos amigos, eran iguales que aquellas que más atrás vigilaban todo desde antes de que alguien fuera capaz de mirarlas.

* * *

El sol parece ser más fuerte en Mendoza. En Panquehua, junto a una fábrica de cemento con hornos voraces, el sol se agiganta. Quizá por ello las sombras andan con disimulo, pero cuando llegan, cuando asientan sus siluetas junto a los cuerpos que las proyectan, son más oscuras que el interior de una piedra.

Liliana de niña

A la nena de los conjuros la pisó una sombra un mediodía, al volver del colegio en el colectivo de la línea 6 ante el que había saltado tres veces, ante el que tres veces había dicho “pin pancuí” cuando lo vio aparecer. La sombra fue fugaz pero poderosa. Cuando llegó a casa y su madre le abrió la puerta, cuando le dijo “pasá, no me siento bien”, cuando cayó al suelo resbalando entre sus brazos y murió de un ataque cardíaco, la niña entendió que había una Sombra entre las sombras, más negra y veloz que cualquier otra. Lo que no entendió es que, muchas veces, el roce de la sombra hace que esta anide en el corazón a la espera de echarse sobre él, un día cualquiera.

“La muerte de nuestra madre, tan prematura, a sus 39 años, fue un golpe terrible para Lili”, sentencia su hermano Hugo, un conocido librero. Él está seguro de que ese dolor y esa ausencia marcaron su infancia. “Ahí andaba ella, siempre como en otro lugar en el mundo.

Solía decirnos que a veces hay que mentir para decir la verdad y con esa idea siempre evoco este recuerdo que refleja su terrible dolor: una vez Lili no había hecho los deberes y la maestra le preguntó por qué. Ella le contestó que era porque se había quedado ciega… Por supuesto, eso causó sorpresa y risas entre sus compañeros, que empezaron a cantarle ‘mentirosa, mentirosa’, con el guiño de la maestra. En realidad no era mentira, era una forma de expresar que de algún modo ella estaba viviendo en las tinieblas”, asegura.

Hugo, Silvia, José y Liliana, en una de las primeras salidas luego de la muerte de su madre.Gentileza J.Bodoc
Hugo, Silvia, José y Liliana, en una de las primeras salidas luego de la muerte de su madre.Gentileza J.Bodoc

Tras la inesperada muerte de su madre, Liliana creció en una familia ahora más pequeña y desamparada, a la que el padre debió apuntalar con la química del duelo disimulado, del esfuerzo doble, de la resignación. Liliana siguió entrando y saliendo de Panquehua, de la órbita del cemento y de las calles de tierra, a golpes de “pin pancuí”.

Cuando pasaron los años, cuando se fueron de Panquehua y la Ciudad de Mendoza era su lugar de residencia, Liliana Chiavetta sintió inquietudes irrefrenables y quiso salir a buscar el mundo. Dejó la secundaria en cuarto año, partió hacia su lugar de nacimiento y se perdió por largos meses en aventuras sin destino. Hasta que volvió a Mendoza, allí donde se había fundado lo que era. Y fue tiempo de refundarse.

* * *

José, el papá de Liliana, siempre tuvo pasión por el teatro. Tanta que había creado un elenco en el que su hija pródiga empezó a despuntar como actriz. A un ensayo de ese grupo se presentó un día Antonio Jorge Bodoc, dueño de la pequeña Editorial Cosmos, quien había llegado junto con Marcio, amigo suyo y mecenas del grupo.

Así recuerda Jorge esa tarde: “En el primer encuentro con Liliana, ella se refirió a mí como ‘Bodoc’, y yo le respondí: ‘no soy un clan’. Me sumé al elenco y un día el Pepe Chiavetta me encomendó que la acompañara a la casa, al terminar los ensayos. Estábamos preparando El zoo de cristal, de Tennesse Williams, donde Liliana tenía el papel de Laura Wingfield y yo el de Jim O'Connor. Esos encuentros nos permitieron conocernos y enamorarnos”.

Según Jorge, la futura autora era por aquel entonces “una chica, muy dulce y tierna, dispuesta a escuchar. Muy sensual y también de una gran inteligencia, en especial por su sensibilidad. Yo, por mi parte, era una mezcla de hippie, anarquista, místico, aficionado a la ciencia, laburante y emprendedor. En pocos días sentimos como si nos hubiéramos conocido por mucho tiempo”.

Liliana por entonces tenía 19 años y Antonio, 20. “Desde el momento en que nos vimos, aunque nunca juramos hacerlo, estuvimos 40 años juntos”, dice él. Y evoca los albores de ese amor: “Íbamos juntos a comer al célebre carrito Don Claudio. Muchas veces, Liliana me acompañaba cuando estaba imprimiendo y se quedaba conmigo a dormir en la editorial. Sacábamos una puerta y la usábamos como cama. Pero no se nos ocurría la idea de casarnos. Luego de ocho meses de vivir juntos, mi madre, que amaba mucho a Liliana, nos dijo: ‘¿Por qué no se casan, así pueden tener salario familiar y obra social?’. Para nosotros fue un trámite y nos casamos por civil el 11 de agosto de 1978”.

Fue así. Flechazo, amor y casamiento: todo sucedió en menos de un año y duró para toda la vida. Para toda la vida, además, Liliana Chiavetta empezó a usar un nuevo nombre, más sonoro acaso. Ese que quedaría en letras de molde, cuando la fama llegara: Liliana Bodoc.

Antonio Jorge Bodoc y Liliana Chiavetta en un recital en el Parque San Martín, a fines de los 70.Gentileza J.Bodoc
Antonio Jorge Bodoc y Liliana Chiavetta en un recital en el Parque San Martín, a fines de los 70. Gentileza J.Bodoc

SEGUNDA PARTE
La escritora tardía y su obra maestra

Liliana ya no era una aventurera dispuesta a escapar. Recién casada con Jorge, sus planes adoptaban ahora otra forma.

Del matrimonio nacieron dos hijos (Galileo y Romina) y, tras la primera crianza, Liliana se dio cuenta de que había algo que la seguía fascinando: la palabra. Había dejado de escribir a pedido cartas infalibles para los novios de sus amigas y de ponerle su voz honda y dulce a las obras teatrales que dirigía su papá. Sólo seguía acumulando poemas.

Pero esa pasión –como la que le hacía saltar con un hechizo en la boca o bautizar las calles con nuevos nombres– la hizo ir más allá: la llevó a querer hacer de la palabra un objeto de estudio. Para eso, terminó primero la escuela secundaria.

No era fácil aprobar en el Liceo Nacional de Señoritas que llevaba el nombre de un poeta insigne, Alfredo Bufano. En especial, ahora que Liliana se parecía tan poco a la chica que cursó hasta cuarto año en ese viejo edificio de la calle Chile, con la plaza Independencia enfrente. Así que rindió como alumna libre y con el título secundario en mano se encaminó hacia el parque San Martín. Una nueva aventura, tan distinta a las que de niña le deparaban las compactas tardes de Panquehua, junto a la cementera, la esperaba allí: la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo. “Si bien era una excelente actriz –reflexiona Antonio Jorge Bodoc–, sufría mucho la exposición pública y la vida de los actores era difícil para ella. Creo que por eso optó por estudiar Literatura”.

En ese ámbito, además, podía aspirar a convertir en profesión eso que la apasionaba: las palabras. Las que leía o las que, en secreto y desde hace tanto, pronunciaba como un embrujo o escribía para sí misma.

* * *

Liliana Bodoc se entregó a la docencia antes de concluir la carrera, transmitiendo su pasión a los estudiantes de la Escuela de Comercio Martín Zapata, sobre la transitada calle Pedro Molina de la Ciudad de Mendoza. Sabía tantos textos de memoria que los compartía con sus alumnos, a quienes alentaba, también, a atreverse con la creación literaria. Jorge Bodoc entiende que así Liliana “les mostraba a los chicos cómo la poesía se integraba con la vida”.

Pero, además de recitar poemas, ¿recreaba su niñez en Panquehua? ¿Decía para sí de nuevo ese viejo conjuro (“pin pancuí…”)? Quizás no. Quizá lo había cambiado por otras obsesiones, como, según contaba, la simetría. O, por supuesto, el cuidadoso, cuando no celoso, cultivo de sus hijos: celo en lo que leían, celo en si atendían sus recomendaciones.

Jorge, Liliana y sus hijos Galileo y Romina. Gentileza J. Bodoc
Jorge, Liliana y sus hijos Galileo y Romina. Gentileza J.Bodoc

A ese celo le gustó poco sorprender a su hijo Galileo sumido en la lectura de un libro que ella no había propuesto: El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien. “¿Qué estás leyendo?”, le preguntó al chico. “Lo mejor que leí en mi vida”, le contestó el pequeño. Debido al enojo, y azuzada por la curiosidad, leyó también ese libro. Y en ese texto, que discutió acaloradamente con su familia, Liliana encontró una clave inesperada para abrir las jaulas de su propia escritura: la épica.

* * *

Así que a los 40 años, se convirtió oficialmente en escritora. Lo hizo trazando con su propio idioma una épica particular. No pensaba en sus potenciales lectores, en ese público joven que luego iba a acogerla como a su preferida, la que usó su poder narrativo para meterlos de cabeza en un mundo fascinante de lunas trasnochadas al fragor de una página hermosa. No: tenía encima todas sus lecturas de la Facultad de Filosofía y Letras (“aun las torturantes”), tenía presente el aliento del Mío Cid o la imagen de un anillo dorado, y sólo pensaba que quería escribir una historia épica, pero desde este lado del mundo y no desde Europa. Y quería construir, como ella decía, “un largo relato épico y fantástico contado desde nuestro imaginario cultural”.

Así lo hizo. Diseñó una historia y con enorme dedicación concluyó el primer libro, Los días del Venado. Después, llevó esa novela inicial (primera de La Saga de los Confines) a ojos abiertos de amigos mendocinos, que la saludaron con elogios. Pero cuando, entusiasmada, la presentó a distintas editoriales porteñas, estas la despidieron con desinterés. Hizo muchas copias de la novela: una a una, invariablemente y con la misma eficacia con la que el sol se oculta en las tardes, la respuesta sobre la posibilidad de editarla era la misma: “no”. Hasta que el azar, o acaso la fortuna acumulada por tantos hechizos lanzados al aire, hizo que unos ojos se abrieran en el momento justo, en el primer párrafo, en esa fulgurante advertencia inicial (“Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo del eco del recuerdo”).

El que se encontró con la figura frágil pero decidida de Liliana Bodoc, su sonrisa firme y el manuscrito de su joya bajo el brazo, fue Antonio Santa Ana, escritor exitoso y agudo editor, de esos que saben ver a lo lejos el brillo que a otros se les oculta.

El también autor de Los ojos del perro siberiano había recibido en su oficina a esta autora ya adulta, pero con un fervor nuevo y decidido por lo que acababa de escribir. Le dijo a ella que iba a leer lo que le traía y, según lo que le pareciera, iba a responderle. Puede que el editor haya supuesto que se trataba de uno más de los tantos manuscritos enjundiosos pero vacuos que a menudo le llegaban.

Será por eso que no se lanzó de cabeza a sus páginas, sino que un día, ojeándolas distraídamente, fue abducido por su magia. Así ha recordado Santa Ana ese instante: “Diría que aún recuerdo el momento en que abrí el manuscrito, tomado al azar, mientras hacía tiempo con el tubo del teléfono apoyado en mi oreja izquierda, y empecé a leer. Lo que me impactó, de entrada, fue la calidad de su escritura y su lenguaje poético. La había visto un par de días antes y estaba muy sorprendido por que alguien de más o de alrededor de 40 escribiera tan bien. La cuestión ideológica de Los días del Venado se me pasó por alto por completo en la primera y en la segunda lecturas. La leí ansioso y voraz. Sólo quería entrar en ese universo y que ella me contara la historia”.

El editor entró, en suma, a esa épica, y esta lo enamoró. Por eso decidió publicar Los días del Venado y una nueva literatura quedó fundada con ese acto.

* * *

Liliana posa con ediciones de sus libros Los días del Fuego y Oficina de búhos. Orlando Pelichotti | Los Andes
Liliana posa con ediciones de sus libros Los días del Fuego y Oficina de búhos. Orlando Pelichotti | Los Andes

En los 18 años que le siguieron a esa primera publicación (noviembre de 2000), Liliana trazó un largo hechizo conformado por novelas largas y breves, cuentos, historias para grandes o para chicos. Incluso poemas (la poesía era el hechizo en el que más firmemente creía).

Todo fue distinto a partir de que se publicó el primero de los tres volúmenes de la Saga. Y ella misma lo advertía: “Desde ese momento mi vida cambió en los aspectos formales, en la agenda, mi corazón se llenó de gente. Agradezco cada uno de esos instantes, de esas lecturas. Agradezco la enorme posibilidad de ganarme la vida escribiendo. A cambio, cuando hago el intento de hablar con Dios, me comprometo con la honradez y la pasión”.

Merced a esa obra maestra, Liliana fue premiada, alabada, amada. Y, también, como había hecho en su adolescencia, salió de la Mendoza en la que había crecido junto al horno y al cemento.

Primero intentó acompasarse a la furia de una gran ciudad. Jorge había tenido que cerrar (por la crisis de 2001) su tercer emprendimiento pyme y, en búsqueda de trabajo, surgió uno en IBM, así que la familia se mudó a Buenos Aires.

Quizá esa nueva geografía no viniera mal para Liliana, suponiendo que los compromisos profesionales se iban a llevar bien con el hecho de que ella estuviera sentada en el epicentro de las cosas. Sin embargo, no fue tan fácil. Romina y Galileo terminaron de estudiar allí, es cierto. Jorge cumplió con su trabajo al servicio de uno de los gigantes mundiales de la informática y la escritora concluyó los dos tomos de su saga, además de varios títulos más. Pero apenas pudo, el matrimonio buscó todo lo contrario de esa adrenalina y se mudó a una casa en El Trapiche, San Luis, cerca del río, las piedras y el recuerdo de sus primeras vacaciones.

Desde allí Liliana Bodoc fue y volvió a Mendoza. Porque era en Mendoza donde estaban los cimientos, el portland de las palabras que tenía siempre listas para soltar al aire.

Liliana posa ante su casa de El Trapiche (San Luis). Agencia Foto Reporter | Los Andes
Liliana posa ante su casa de El Trapiche (San Luis). Agencia Foto Reporter | Los Andes

TERCERA PARTE
Una sombra que aguardaba en Mendoza

Foto de prensa de Liliana para la edición de su libro Elisa, una rosa inesperada Gentileza Norma Ediciones
Foto de prensa de Liliana para la edición de su libro Elisa, una rosa inesperada Gentileza Norma Ediciones

En la literatura de Liliana Bodoc, Mendoza casi siempre está escondida. Es, antes que un paisaje, el polvo que flota como cuando, tras el viento Zonda, los cuartos asfixiados dejan ver al sol las motas que caen en una árida niebla.

En los tres libros de La Saga de los Confines, por ejemplo, no hay otro interés que el de la construcción de un escenario, unos personajes y un carácter tan minuciosamente elaborados que es difícil encontrar allí algo del lugar en que casi todos esos libros fueron escritos.

Igualmente, hay una clave oculta: las tierras prósperas que conforman el escenario principal de la novela, bien pueden ser una representación de Mendoza. De hecho, el primer editor de la trilogía admite que el título, tan célebre, debió ser otro para honrar esa referencia. “Yo le puse el título La Saga de los Confines, y está mal porque se debería llamar La Saga de las Tierras Fértiles, por la propia narrativa del libro –ha confesado Antonio Santa Ana–. Alguien me lo hizo notar varios años después. Cuando le confesé el error a Liliana me dijo: ‘Ay, Antonio, las boludeces por las que te preocupás’”.

En Memorias impuras, donde late otra épica (diferente, pero no menos intensa), también Mendoza se oculta, aunque un ramalazo de su tierra se percibe cuando Liliana decide rebautizar los nombres de los meses del año y a “marzo” lo cambia por “Vendimia”: la épica más llevadera de la fiesta popular de la provincia se deja ver.

Mucho después de ello, cuando a la escritora le toque escribir el guion del Acto Central vendimial de 2015 (Postales de un oasis que late), le pondrá su caligrafía lírica a la celebración: “La vida, que ha estado refugiada en el misterio, regresa a recordarnos que hay tantos comienzos como madrugadas, que se puede nacer muchas veces. Gira que gira el círculo, y nos regresa al punto del florecimiento. ¡Contracara del gris! El año se complace en su gran serenata”.

* * *

Había que creerle a la escritora cuando decía que desde chica –desde que la gente veía a esa nena de frente amplia y ojos oscuros saltar diciendo “pin pancuí”– sintió que nunca le alcanzaba la realidad. Pero de a poco fue dejando que la realidad se filtrara por sus palabras como una lluvia anhelada.

Así se cuela Mendoza en los textos de Liliana. “Aunque las correspondencias entre mi vida y lo que escribo no sean tantas, esas correspondencias sí son profundas”, nos había confesado. En uno de los últimos libros, por ejemplo –esa pequeña gema titulada Un mar para Emilia– la protagonista es una niña montañesa a la que la realidad le resulta insuficiente y quiere derribar esas montañas para hallar el mar. Como si de un salto desde Mendoza por sobre la cordillera, se tratara de llegar al Pacífico.

En otra de sus mejores historias, El espejo africano (premio El Barco de Vapor, 2008), el objeto que anima las páginas se talla en un lugar de África, se instala en Valencia (España) y arriba finalmente a la provincia en la que un tal José de San Martín prepara la gesta en la que todo héroe argentino querrá mirarse.

* * *

Pero será en el primer libro que Liliana Bodoc escribió fuera de La Saga de los Confines donde ella hará que la realidad se toque con sus ansias por excederla. En Diciembre, Súper Álbum está resumida su manera de lidiar con lo que es y lo puede ser, con lo imaginable y lo que se entromete contra toda voluntad. Entre la ficción y la realidad se debate, además, la historia de una de sus obras más brillantes, una novela en la que la fantasía se desdobla en otra y en otra: asistimos a la historia de una historieta y de los que la escriben, hasta que en un punto los confines de esta y aquella se hacen difusos.

Como en un juego magnífico, como en un conjuro que ha hecho efecto de pronto, en esa breve novela de 2003 se dibuja el nombre de un pueblo llamado San Jerónimo, que no es otro que la Panquehua de aquella nena de los 60 que iba a ser escritora: en Diciembre, Súper Álbum está la cementera, están las calles polvorientas, está el colectivo que se detiene para llevar o traer gente, está la muerte temprana e inesperada.

En 2008, un animoso cineasta quiso retratar a Liliana Bodoc en un documental (La madre de los confines) que explorara, justamente, las huellas de Mendoza en la obra de esta autora. De vuelta al barrio Minetti y a la casa de su infancia en una cambiada Panquehua –el barrio estaba cuasi cercado, la cementera ya no funcionaba–, la escritora pisó otra vez el umbral aquel en que su madre se abrazó con la Sombra aquella vez. Mientras la cámara la filmaba, tocó, al entrar, la columna en que su madre se apoyó con el último suspiro y, de pronto, una pequeña piedra se desprendió y se resbaló también por entre sus manos.

Ese momento, pero también ese barrio y esa cementera reconstruida poéticamente en Diciembre, Súper Álbum, son expresiones de la persistencia de un lugar en esta escritora.

* * *

Ese lugar se dibujó con lágrimas una vez cuando, en mayo de 2016, la Universidad Nacional de Cuyo le otorgó un doctorado honoris causa por “su destacada contribución a la literatura universal, hispanoamericana y argentina” y por “los valores de respeto a la diversidad cultural y el rescate de las culturas amerindias presentes en su obra”.

La autora ya había sido premiada con el Konex de Platino o con el galardón de The White Ravens, de Munich. Sin embargo el llanto con el que recibió esta distinción en Mendoza pertenecía a algo fijado para siempre en su ánimo.

Una de las últimas imágenes de Liliana con vida, en una lectura en La Habana (Cuba). Gentileza Diego Gareca
Una de las últimas imágenes de Liliana con vida, en una lectura en La Habana (Cuba). Gentileza Diego Gareca

Pero también hay otra manera de entender en ella esa persistencia. A fines de 2017, Liliana Bodoc leyó desde su casa en El Trapiche la invitación que la Secretaría de Cultura de Mendoza le hacía para viajar a Cuba –país que amaba y que había conocido un año antes–, con motivo de una Feria del Libro a la que iba a viajar en representación de la literatura de su provincia. Y hacia allá fue.

“Cuando le propusieron viajar, Liliana venía con mucha actividad y viajes previos. Estaba un poco extenuada”, reconoce Jorge Bodoc: “Por eso le insistimos en que no viajara, pero ella lo tomaba como un deber, porque además había un libro que presentar, Amo a mi mamá, editado por Ediciones Culturales de Mendoza. Así que redujo su estadía a lo mínimo posible y viajó el 29 de enero de 2018”.

Cuando volvió de la isla, el 5 febrero estaba terminando. Jorge repasa esos momentos: “Me pidió que la fuera a buscar la noche que llegaba. Yo siempre me angustiaba un poco cuando ella viajaba porque sabía que no le gustaban mucho los vuelos, pero esta vez lo estaba más. Por eso sentí una inmensa alegría cuando pude abrazarla al llegar”.

Tras tan largo viaje, pasar una noche en la ciudad del Liceo de Señoritas, de la Facultad de Filosofía y Letras, del colegio Martín Zapata, de la casa aquella en que se escribió La Saga de los Confines, resultó el plan elegido antes de regresar a San Luis.

Pero en esta ocasión, la misma Sombra que antes había visitado a su madre, regresó para atenazar el corazón de la escritora.

No fue en Santa Fe, donde había nacido 59 años atrás. No fue en Cuba, de donde venía. No fue en El Trapiche, donde vivía. Fue en Mendoza. Aquí, donde tantos conjuros lanzó, Liliana Bodoc (lacios cabellos negros, revueltos por el viento) dejó reposar su hechizo de palabras, por última vez.

El sepelio de Liliana Bodoc se realizó en la Secretaría de Cultura y fue acompañado por una multitud . Los Andes
El sepelio de Liliana Bodoc se realizó en la Secretaría de Cultura y fue acompañado por una multitud. Los Andes

DATOS DEL AUTOR

Fernando G. Toledo

San Martín (Mendoza), 1974. Periodista, poeta y narrador. Es editor en diario Los Andes. Es Licenciado en Comunicación Social. Publicó en poesía: Hotel Alejamiento (1998), Diapasón (2002), Secuencia del caos (Premio Vendimia de Poesía, 2006), Viajero inmóvil (2009), Mortal en la noche (2013) y Plano secuencia. Antología poética 1998-2018 (2018). En novela: De Mendoza a Tokio (2014) y El mar de los sueños equivocados (Premio Vendimia de Novela Juvenil, 2016).